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A un servidor también le pasaría lo mismo. Me refiero a que una vez instalado en la Moncloa me frustraría un huevo que mi poder no fuera más allá de una docena de competencias y algunos vuelos en el Phantom mal tipificado en el protocolo. O sea que después de una campaña basada en un océano de promesas falsas, como toda campaña que se precie, resulta que el Parlamento es un escollo infernal si no se ha conseguido la mayoría absoluta de los asientos. Incluso si se consiguiera uno tendría que sujetarse a las normas constitucionales y, por supuesto, a las leyes vigentes.
O sea que mi poder estaría vigilado legalmente por el estamento judicial. Y, a mayores, por la labor de la Prensa, que al dominar la opinión pública podría ser demoledora con las decisiones políticas que se derivaran de mi gestión. Me refiero, claro, a que el poder ejecutivo, en algunas democracias occidentales, se ve tan constreñido por la ley que no merece la pena ambicionarlo.
No obstante, existen algunas repúblicas, como la francesa y la mayoría de las americanas, cuyos presidentes poseen, constitucionalmente, un rosario casi infinito de competencias. No hablemos ya de la rusa y la venezolana, que con el tiempo se han convertido en dictaduras burdamente camufladas ante la pasividad atónita de sus jueces y unos cuantos millones de primaveras.
La democracia española, desde los atentados del 11M, que no fueron otra cosa que una sangrienta manipulación del electorado, se ha convertido en un proceso delirante hacia los placeres de una nueva dictadura. Todos los inquilinos de la Moncloa han ido consiguiendo, poco a poco, que su poder no se vea encorsetado por los llamados centros de control de una democracia. Claro que todo empezó cuando los socialistas llegaron por primera vez a la Moncloa. Su mayoría absoluta les sirvió, sobre todo, para amordazar al poder judicial con una nueva norma para elegir a los jueces. Claro que la derecha, a pesar de sus promesas electorales, jamás hizo nada para revertir el proceso.
El actual presidente del Gobierno, un tipo con una desfachatez nunca vista en la política española, empieza a desesperarse porque hay núcleos de resistencia que se oponen a sus pretensiones dictatoriales. El pulso, por ejemplo, que le está echando a la justicia debido a los casos de corrupción surgidos tanto en su familia como en los políticos más allegados, un verdadero escándalo sin igual en nuestra historia moderna, colecciona todos los visos de convertirse en su propia tumba. No creo que sus acólitos del Tribunal Constitucional puedan absolver al final todas sus fechorías. En mi opinión, este muchacho debería darse cuenta de que haber puesto su codicia política en manos de los enemigos de España, manda huevos, tarde o temprano habrá de resultarle terriblemente demoledor.
Naturalmente, al llegar el momento de tomar decisiones de importancia, como es la de aumentar el presupuesto de defensa, no tiene más remedio que apelar a la responsabilidad política del Partido Popular. Y es que los comunistas de su Gobierno, la Yoli y demás pegamoides, resulta que no quieren saber nada de la guerra en los tiempos del cólera. Y, mucho menos, ir de compras a la armería de El Corte Inglés. Además, me parce una verdadera aberración que el partido abatido en las elecciones exija apoyo parlamentario a los ganadores. Claro que también puede ser que le importara una higa el aumento del presupuesto militar y una negativa de los populares le serviría como excusa ante nuestros socios de la OTAN. Si yo fuera Feijóo le exigiría, a cambio de los votos, el decreto de disolución de las Cortes y el anuncio de nuevas elecciones. Ya veríamos, entonces, si repetiría su abrazo de amor cortés al pobre Zelenski. Más sangrante incluso que la azotaina de Trump.
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