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Me ha parecido una bendición que los socialistas robaran a mano armada la alcaldía de Pamplona. Téngase en cuenta que Cristina Ibarrola sólo es una mujer elegante, culta, sensata, eficiente, moderna y, al mismo tiempo, de muy buena familia. O sea que no sirve para alcaldesa. Todos sabemos que el oficio de alcalde consiste, sustancialmente, en cambiar las bombillas fundidas del alumbrado, arreglar las cañerías cuando se atascan, echar cemento sobre los socavones imprevistos y asfaltar las calles antes de la Semana Santa.
De modo que no me escandalicé, como le sucedió a nuestra derecha ultramontana, anclada aún en los cuplés de la Bella Dorita, cuando de repente al rojerío se le puso en los epidídimos nombrar alcalde de Pamplona al encargado de mantenimiento, el señor Joseba, un genio en asuntos de bricolaje. Se trata de un jayán fornido, de cara caballuna, dientes de perla y unas espaldas tan anchas como el camión de los bomberos de Lecumberri.
Los pamploneses pueden estar seguros de que su ciudad, bloqueada hasta el momento por la pulcritud inefectiva de la alcaldesa saliente, pronto refulgirá como el lucero del alba en una mañana sin nubes negras ni cumbres borrascosas. El nuevo alcalde, con esa energía titánica y campechana que le concedieron los dioses vascos, se encargará personalmente, enfundado en su mono azul de miliciano, de mantener las calles limpias y relucientes, las aceras sin fisuras y las farolas bien alimentadas con el gas ruso del putañero Frankenstein.
Estoy seguro de que el señor Joseba hará de la política municipal un arte sencillo, como el ignífugo Nerón y el divino Petronio. En realidad, si Petronio, por desgracia para él, se hubiera reencarnado en alguien de nuestra época, se habría llevado la gran alegría de ver a su Trimalción como alcalde de una de las ciudades más famosas del mundo.
Si también Hemingway levantara la cabeza y se diera un garbeo por la Plaza del Castillo, estoy seguro de que se abrazaría al nuevo edil lo mismo que se abrazó con Castro antes de que este le robara su yate y la casa de San Francisco de Paula. Y es que la sencillez en las formas, esa sonrisa arcangélica y el Kilimanjaro de músculos que, como un galeote, arrastra pesadamente, hacen del señor Joseba un guía espiritual y, sobre todo, el refugio ideológico de una masa ávida de ser conducida hasta las más altas cimas del refinamiento y la cultura.
No sería de extrañar que alguien comparase a este paladín de la alta política municipal con el gran Gargantúa, el personaje literario de Rabelais, que predica la anarquía en la Abadía de Thelema, una comunidad utópica donde la ciudadanía por fin consigue ver el rostro de la libertad en estado puro.
Don Pedro Sánchez, que después del discurso del rey ha convertido el jardín de la Moncloa en el jardín republicano de los frailes, nos ha regalado, con su trapicheo de votos y cargos al por mayor, la oportunidad de seguir de cerca la trayectoria luminosa de un gran político hecho a sí mismo. Se dice del señor Joseba que sobre su mesilla de noche reposa un único libro, «Introducción a los principios morales y legislativos», del utilitarista Jeremy Bentham: «La mayor felicidad del mayor número». Un regalo al alimón de la traslúcida María Chivite y don Pachi López, cuyo cerebro ya es una amalgama de apatita, cuarzo y corindón.
El rey Melchor ha dejado en los zapatos de los pamploneses el regalo de un alcalde que ha mamado sus principios políticos, no sólo de las ubres del utilitarismo, sino también de la pirotecnia festiva de Arnaldo Otegui. El señor Joseba, pues, y me alegro de gritarlo a los cuatro vientos, más hijo del pueblo no puede ser. Hasta es probable que algún día llegue a campanero jefe. A un paso de Downing Street.
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