Después de comprobar cada día la degeneración de la democracia española, confieso que no he tenido más remedio que tirarme al barro del pesimismo filosófico de Mainländer. Es verdad que casi todos los regímenes democráticos adolecen de unos mecanismos constitucionales para que el poder ejecutivo no sea plenamente controlado por los demás poderes. Quiero decir que la mayoría de los políticos que acceden a presidir gobiernos democráticos buscan denodadamente ese resquicio legal que les quite de encima las zarpas de los demás poderes. O sea que la pureza democrática, como el valor en los soldados, solamente es una visión optimista de la clase política. En mi opinión, la mayoría llevan un Maduro agazapado entre su lencería democrática. Claro que una cosa es utilizar las rendijas legales para escapar de los controles parlamentarios o judiciales, y otra muy distinta es la de ciscarse a diario en cada uno de los artículos de la Constitución.

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Aquí en España empezó Felipe González cuando cambió la ley que regulaba la elección de los miembros del Consejo del Poder Judicial. En mi opinión ese fue el principio del fin de la democracia española. No obstante, los gobiernos sucesivos de la derecha asumieron el nuevo paradigma y si ahora esa misma derecha se encuentra atrapada en una ratonera es sólo por su jodida culpa. Y como tampoco el Partido Popular modificó la ley electoral, ahora padecemos la presencia parlamentaria de partidos que pretenden la destrucción de España. Otegui lo dejó muy claro: «El futuro de una Euskalerría libre pasa por la desaparición de España». Pues bien, el partido de esta rata asesina participa en la gobernanza de nuestra nación. Lo mismo que esos tipejos medio invisibles del PNV, cuyo tránsito por el Congreso sólo ha consistido en vender su alma al mejor postor.

También soportamos que dos partidos catalanes, golpistas y antiespañoles, nos hayan sumergidos a todos en una enorme ciénaga repleta de su pestilente salsa romesco. Ahora resulta que el grasiento Puigdemont, el macarra del jienense, los asesinos de la Eta y los comunistas de Pablo Iglesias Castejón son los guripas que mandan en España.

Claro que si la derecha ha colaborado a que esta situación se consolidara, los socialistas han sido sus hacedores principescos y principales. Después de elevar sucesivamente primero a un tonto y después a un trepa hasta lo más alto de la curia monclovita, ahora empiezan a lograr, con la ayuda de los delincuentes habituales, que la democracia española comience a exhalar un tufillo chavista y como de ayatolá moruno.

Desde hace tiempo asumo la sospecha de que algún día glorioso veremos cómo Pedro Páramo se coronará a sí mismo, igual que Napoleón, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, ascendiendo después a los cielos en una nube dorada, llevando a la derecha a Úrsula von der Leyen y, a su izquierda, a Pilar Alegría, con sus colmillos tan afilados como su lengua viperina.

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Obviamente, doña Begoña no podrá disfrutar del «menage á tróis», ya que estará esparciendo jazmines de cultura en alguna de sus cátedras. También deberá soportar las contumelias y los ultrajes de la «fachosfera», en la que humildemente me incluyo, ya que aún quedan en España suficientes legionarios para mojar todos los plumines en pólvora china.

¿Acaso no está justificado mi pesimismo filosófico? Confieso que después de leer a Mäinlander, ese gran pesimista, ya puedo explicar la existencia tridimensional de ciertos individuos. Pues bien, únicamente si aceptamos con resignación la esencia pesimista de la vida, podremos soportar la presencia hedionda de tanta gentuza. Tan sólo la idea de que Pedro Páramo pueda liberar a ese atajo de asesinos, certifica, filosóficamente, la muerte de Dios. Descanse en paz.

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