Cuando en la vejez se empiezan a escalar ciertos puertos de montaña, la necesidad de poseer un criado se convierte en una misión casi imposible. O sea, demasiado cara. Obviamente, sólo los millonarios tienen al alcance un placer semejante, ya que el Estado del Bienestar no dispone ni de la voluntad ni del dinero suficiente para satisfacer un derecho ciudadano tan perentorio. Sin embargo, no se trata de un lujo caprichoso. De toda la vida, un criado ha supuesto un elemento civilizador de primer orden.

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Cuentan, por ejemplo, que lord Spencer, uno de los dandis más reputados de la vieja Inglaterra, paseando a caballo con lady Carolina y seguido a unos metros de distancia por su criado de confianza, al ser preguntado por la dama acerca de la belleza del paisaje, dirigiéndose a su criado, dijo: Charles, por favor, dime si me gusta este paisaje. El criado, sin inmutarse, lo pensó un instante y contestó: «Sí, milord, este paisaje es de los que más le gustan». Y es que un criado, amigo mío, es absolutamente indispensable para la educación estética de los seres humanos. Mucho más que las famosas «Cartas» de Schiller.

En la historia hay varios ejemplos de criados inexcusables para la vida de sus amos. Por ejemplo, el criado más íntimo del marqués de Sade se llamaba Latour, un tipo especializado en relaciones humanas. Monsieur Latour era, nada más y nada menos, quien proporcionaba al marqués las jovencitas que éste desfloraba mediante métodos refinadísimos de alta precisión tecnológica.

Recordemos también al criado preferido de Napoleón, cuyo nombre era Louis Constant, un genio literario que después de la muerte del emperador escribió unas memorias reveladoras de la vida privada de su señor. Es decir, un criado ejemplar que ilustró a la posteridad acerca de las intimidades de un gran hombre, como dijo de él Wolfgang Goethe

Si Napoleón se permitió el lujo de mantener a un criado, nuestro presidente, el señor Sánchez, no va ser menos. Claro que no se ha conformado solamente con una sola unidad, sino que ya tiene varia docenas alimentándose, claro, de la deuda pública. Además, como él no piensa pagarla, ancha es Castilla. Tal vez quiera parecerse a Alfred de Mussett que, según él, si le hubiera dado la ventolera de saldar sus deudas no le habrían admitido en ningún salón de París.

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De los más importantes criados de la «cuadra sanchista» es, sin duda alguna, Félix Bolaños, un tipo con pinta de seminarista y con más morro que un coro de negros cantando «Only you», como se decía en mis tiempos. Espero que un día no muy lejano, aquí el fámulo escriba sus memorias al estilo del amigo Constant y nos deleite con las intimidades del emperador bolivariano y su Josefina, si es que la señora aún reparte lisuras desde su cátedra.

Si hay un criado que merezca el respeto y los honores de su gremio es nuestro amigo Cándido. Por supuesto, no es el Cándido de Voltaire, sino el de Marcial Lafuente Estefanía, ya que utiliza como diana los artículos de la Constitución. Pues si el criado Latour gestionaba con mano firme las perversiones del marqués, nuestro Cándido, desde las letrinas de su tribunal, permite que su amo perpetre toda clase de desmanes jurídicos. De momento ahí lo tienen, a la espera de que al fiscal general del Estado, otro soplagaitas a sueldo, le bateen las costillas en el Supremo para absolverle al instante mediante sentencia constitucional. Ocurrirá, seguramente, como con los delitos de los ERES y, sobre todo, con la ley de Amnistía, que aún duerme el sueño de los justos en algún desván del infierno.

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De las geishas de Sánchez no hablaremos hoy. Se trata de un tema que a las progresistas españolas debería tenerles inquietas, por lo menos desde los pantis hasta el cruzado mágico de Playtex. Dejaremos esta vaina para otro día.

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