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Opinión

Las contradicciones del señor Sánchez

En Madrid existían industrias dedicadas al mariconeo capitalino, que surtían de efebos y duendecillos a los más famosos bujarrones de la noche madrileña

Jueves, 6 de junio 2024, 05:30

La vida de los hombres se reduce a nacer, pasarlo bien y morir en el intento. Pero como nacer y morir son dos instantes tan trascendentales como efímeros, resulta que la mayor energía solemos emplearla en pasarlo bien. Lo más triste es saber por experiencia que no todo el monte es orégano. Sin embargo, el que más o el que menos hace lo que puede al respecto. Tanto es así que el placer se ha convertido en todo un arte. Eso sí, los placeres son múltiples y variados, van y vienen según los gustos y circunstancias de cada cual. Lo más recomendable es que los humanos adaptemos el nivel de exigencia a las posibilidades personales, tanto físicas y mentales como económicas.

Por ejemplo, resulta natural que un enfermo crónico aspire, al menos, a que el colchón donde reposa no le aumente y prolongue el sufrimiento. Incluso para una persona sana, el colchón, se lo aseguro, puede convertirse en una obsesión enfermiza. Personalmente, he llegado al convencimiento de que los colchones más satisfactorios son los americanos. Y es que el vicio me viene de cuando los probé en una mancebía de París. Me interesé tanto por la marca, el precio de venta y la configuración de sus muelles, que la dueña de la casa, madame de Tourville, me dijo que jamás había conocido a un cliente con una perversión tan sumamente refinada. Después, me leyó uno de los cuentos libertinos de Boufflers. Era tan culta aquella señora que, durante el desayuno, me puso al día acerca de los vicios preferidos de sus clientes más famosos. Todos habían muerto, por supuesto. De manera que sus indiscreciones ya formaban parte de la grandeza literaria de Francia. Marcel Proust, me soltó en voz baja, resulta que era un onanista profesional, y siempre exigía que lo atendiera una tal Nicole, la de manos más suaves y algo entradita en años. No hace falta ser Freud para entender que el de Combray padecía uno de los complejos más famosos de la mitología griega.

Por mi parte también le referí algunas historias de la manfla madrileña. Le hablé, por ejemplo, de la importancia histórica del Bar Chicote para la educación sexual y alcohólica de los madrileños. Decía Miguel Mihura que él solicitó nacer en Madrid, precisamente, para estar más cerca de sus divanes verdes. De mayor, don Miguel, retiró a una de sus chicas sólo para que le explicara el argumento de las películas, según sus memorias.

Una madrugada, la del ocho de abril del treinta y siete, el Hotel Florida fue alcanzado de lleno por los obuses que los nacionales solían lanzar desde el Cerro Garabitas. Nunca en la historia de este hotel se vieron a tantas izas, rabizas y colipoterras galopando, a medio vestir, por las alfombras mullidas de sus pasillos isabelinos. Claro que junto a ellas, cada oveja con su pareja, corrían los corresponsales extranjeros que allí se alojaban. Me refiero, un suponer, a Ernest Hemingway, John Dos Passos, Antoine de Saint Exupéry, etc.

También en Madrid existían industrias dedicadas al mariconeo capitalino. Firmas que surtían de efebos y duendecillos a los más famosos bujarrones de la noche madrileña: Pedro de Répide, Jacinto Benavente y, sobre todo, al escritor Antonio de Hoyos y Vinent, marqués y sordo como una tapia, pero siempre rodeado de una nebulosa de cupletistas y muchachitos de alquiler.

Se trataba entonces de una España con un alto grado de civilización y de un refinamiento sutilmente afrancesado, muy del Faubourg Saint Germain. No se entiende, pues, que el señor Sánchez, emparentado por vía urinaria con una de las familias más blasonadas del puterío madrileño, anuncie ahora su intención de cerrar los manantiales cristalinos de la «douche d´or». Como si los españoles no supiéramos lo que son los placeres electrizantes de la clandestinidad. El muy cretino.

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