El momento trágico en que la claridad de mis limitaciones se hizo consciente fue cuando traté de leer a Wittgenstein. Confieso, amigos míos, que apenas entendí una millonésima parte de su «Tractatus lógico-philosophicus». Lectura que no me predispuso a prolongar la agonía con sus «Investigaciones filosóficas», obra en que reniega, para colmo, de todo lo que escribió en el «Tractatus». Sin embargo, la desazón desapareció cuando, por último, leí el prólogo de Bertrand Russell, donde confiesa con valentía que él tampoco entiende un carajo de la jerga del vienés. Ni creo que lo entendiera suficientemente el bueno de Karl Popper, ya que en una conferencia que éste dictó en la Universidad de Cambridge, Wittgenstein, tras una discusión filosófica con el conferenciante, amenazó con un atizador de chimenea no sólo a Popper sino también al pobre Russell que tuvo la osadía de meterse donde no le llamaban.
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Cuando el presidente Sánchez, después de sus meditaciones al estilo de Marco Aurelio, salió a la luz pública cercado por el aura luminosa de Moisés tras el susto cojonudo de la zarza ardiente, pensé que dimitiría para ir a sentarse a la izquierda del Padre. Sin embargo, mi gozo en un pozo cuando, esgrimiendo el atizador de Wittgenstein, amenazó al personal como si el alma diabólica de un César visionario le hubiera poseído. Pues bien, si hay que ser inteligente en grado sumo para el entendimiento del «Tractatus», les aseguro que con un coeficiente intelectual rayando la medianía es más que suficiente para entrever el clariver de la trama socialista.
El caso es que Wittgenstein, en desacuerdo con Popper, asegura que los problemas filosóficos se reducen a problemas lógicos. Eso fue exactamente lo que uno pensó respecto a lo que ahora preocupa a los españoles. Me refiero a que los problemas del presidente Sánchez no son ni filosóficos ni políticos ni románticos, nadie en su sano juicio sigue enamorado de su mujer después de la glaciación, sino puramente lógico-financieros.
El cabreo del presidente Sánchez, al enterarse de que el juez Peinado, a quien no le arriendo las ganancias, había osado abrir diligencias para recabar datos sobre una presunta actuación ilegal de doña Begoña, se originó porque, probablemente, alguien de su cercanía debió de filtrar algún documento tan incómodo como comprometedor. Quiero decir que la amenaza dimisionaria del señor presidente surge de repente por culpa de la «opa» hostil que algunos músicos de la banda le lanzaron implacables contra la línea de flotación de su familia.
El problema lógico-financiero radica en que los sicarios de la famosa «trama criminal» no trabajaban en pos de su enriquecimiento personal, no señor, sino para la financiación ilegal del partido. Naturalmente, algo ha de quedarse por el camino para cubrir gastos y paliar los riesgos penales del atraco. Por ejemplo, el asunto ya juzgado de los ERES no fue una industria diferente a la del timo de las mascarillas defectuosas, las maletas venezolanas de la Delcy Rodríguez o el contubernio financiero de las empresas en quiebra. Todos estos delitos y presuntos delitos probablemente se hayan cometido en vista de las necesidades monetarias de Ferraz, que deben de ser tan monstruosas como las del pobre Zelenski.
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Todos sabemos que el poder político sirve, entre otras vanidades, para llenar de oro a las arcas del partido. De ahí que incluso negocien con asesinos y golpistas para mantenerse alimentados el mayor número posible de legislaturas. Es la razón de que Sánchez sacara el atizador de Wittgenstein. Quiso recordar a sus jueces, fiscales, periodistas y demás reptiles que no está la madonna para tafetanes. Sobre todo ahora que los fondos europeos esperan a ser repartidos como regalos navideños. Y él ya se ha vestido de Papá Noel.
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