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Cuentan que cuando le enseñaron la fotografía de Mussolini colgado por los pies, Franco comentó que el socialista no estaba bien atado. Ya saben ustedes que al general le obsesionaba el hecho de que todo estuviera «atado y bien atado». Sin embargo, lo que hemos vivido después de su segundo entierro tampoco es que sea un modelo de nudo gordiano. Entre otras cosas porque el sistema ha permitido que un tipo cronológicamente anacrónico consiga hacerse con el control totalitario de las instituciones. Supongo que a eso se referiría Franco con lo de «atado y bien atado». O sea que ya sabemos, señor Sánchez, a quién dejó como sucesor después de que a Carrero lo hicieran volar hasta el ambigú de los jesuitas.
Franco, desde luego, jamás podría haber imaginado que Adolfo Suárez haría todo lo necesario para construir otro Régimen donde los españoles nos sintiéramos más o menos demócratas, progresistas de salón y ardorosamente pornográficos. Lo digo porque en todos los despachos del reino se permitió el cambio de la foto de Celia Gámez, cantando «Ya hemos pasao», por la de Bárbara Rey dando brillo a la monarquía parlamentaria.
En mi opinión, el rey don Juan Carlos cometió el error de ceder todo el poder omnímodo heredado de Franco a las Cortes Constituyentes. Para mí que debió guardarse alguna opción que le permitiera arbitrar con más contundencia el juego político de los partidos, al menos como las prerrogativas constitucionales del presidente de la II República. Un error histórico que ahora es la razón de que en el rostro del rey Felipe se refleje la misma soledad y tristeza de los poetas en horas bajas.
Tampoco los señores constituyentes se dieron cuenta de que los nacionalistas no se conformarían con lo legislado en el título VIII. Tan poca sustancia le encontraron los etarras que se dedicaron a matar como si la vida de las personas no tuviera valor alguno. Sin descartar a los hipócritas y meapilas del PNV, que se ufanaban de recoger las nueces del árbol que los asesinos meneaban a tiro limpio. Al fin y al cabo, estos del PNV siempre demostraron ser tan cobardes como traidores. Dicen que en la Guerra Civil, después de ponerse al lado de los comunistas, le soplaron a Franco los puntos claves donde estaba parapetado su propio ejército de gudaris. Eso es al menos lo que Vaquero Oroquieta valientemente desvela en su libro.
Los catalanes decidieron esperar el momento propicio para dar el golpe definitivo. Primero era urgente que toda una generación fuera vilmente manipulada en cada una de las escuelas y universidades de la Comunidad. Había que cincelar en la sesera de los jóvenes que Cataluña ya era una gran nación en el Pleistoceno, también que Cervantes era hijo de un trapero de Mataró y añadir que Santa Teresa de Ávila aprendió a guisar los «canelones de San Esteban» entre los pucheros sagrados de Ferrán Adriá y su cohorte celestial.
También les era primordial que en la Moncloa se apalancara un político sin escrúpulos, que por un puñado de votos les abriera el camino de la impunidad y de la independencia. Y así estamos ahora, mostrando vía satélite las torpezas de una democracia que ha dejado de serlo.
No obstante, el mundo también debería saber que, por tradición, no hay nada más español que los separatistas vascos y catalanes. Por ejemplo, es mucho más española esa catalana que insulta a los jueces, la que se parece a Primo Carnera, que la gran Pastora Soler entrándole a «La Banderita» el día de la Pascua Militar. Lo malo es que han llegado demasiado lejos y ya es hora de que alguien con autoridad, civil por supuesto, les pare los pies. Y es que ya está bien, carajo, como habría exclamado el gaucho loco, pero no tanto.
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