Los taxistas, en París, no paran en la calle. Uno levanta la mano y ellos pasan como si llevaran el féretro de la reina María Antonieta. Los taxistas parisinos son la evidencia rodante de que uno se encuentra en un país de antipáticos. Todo el mundo sabe que históricamente los franceses siempre han sido muy suyos. En todos los saraos que participan quieren ser la vedette principal, como Lina Morgan en el teatro de la Latina. Y, por encima de todo, los franceses son un pueblo trabucaire. Les gusta imponer sus razones a base de revueltas callejeras, y si tienen que derrocar toda una monarquía cargada de siglos no se lo piensan dos veces. De ahí que Robespierre, un modelo de virtud cívica, levantara la guillotina en la plaza de la Concordia, que tiene miga el nombrecito, y se dedicara a rebañar los pelucones empolvados de toda una generación de aristócratas.

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Después vino Napoleón y le pareció que había que ensanchar las fronteras hasta el infinito. Así que se fue a la guerra, como Mambrú, dejando Europa sembrada de muertos. Es curioso que invadiera España justo cuando nuestro ejército luchaba a su lado en los países nórdicos. De ahí el heroísmo demostrado por el pueblo español. Un heroísmo ayudado por el buen hacer del duque de Wellington, que se portó como un amigo y derrotó al mariscal Marmont en la batalla de Los Arapiles, aquí al lado de Salamanca.

A los franceses, durante el tiempo que no se dedican a conquistar el mundo, lo que les gusta es trabajar en el campo. Plantan manzanos y vides, siembran los campos de cebollas y lechugas y se sienten los hombres más felices del universo. También les gusta producir toda clase de quesos y, a mayores, enormes bloques de fuagrás de pato. Me refiero a que casi todos los franceses son vocacionalmente campesinos o cocineros.

Curiosamente, durante los años de la Belle Époque, los franceses consiguieron olvidarse del brillo revolucionario de la guillotina, de las bayonetas y del picor lloroso de las cebollas para demostrar que ellos también son un pueblo culto, artista y sumamente refinado. A decir verdad, dieron al mundo una verdadera lección de lo que es la elegancia y la alegría de vivir. Es verdad que los ingleses fueron los creadores de la figura del dandi. George Brummell fue sin duda el pionero y el más genuino de todos los dandis que en el mundo han sido. Sin embargo, fueron los franceses quienes perfeccionaron el modelo original. Me refiero, claro, a personajes como Jules D'Aureville, Boni de Castellane, Charles Baudelaire y, por encima de todos, el gran Robert de Montesquieu-Fézensac, quien decía de sí mismo: «Parezco un galgo con este abrigo».

Una pena que aquel movimiento fuera un espejismo histórico. Todos aquellos que una vez parecieron personajes recién sacados de la obra de Proust se han convertido, de la noche a la mañana, en unos nuevos «sans culottes», todos dispuestos a morir, si fuera necesario, por la honra de sus pepinos y calabazas. Quién sabe si el hada maligna de algún cuento infantil, con su varita plateada de magia Borrás, haya trasformado en tractores con aire acondicionado a toda una escudería de carruajes repletos de marqueses, que un día, a la sombra de las muchachas en flor, pasearon distraídos por el Bois de Boulogne.

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Tal vez el problema agrícola de Francia sea irresoluble y ni la Cuádruple Alianza pueda ser suficiente para despejar las carreteras europeas. Y mucho más si la solución del conflicto está en manos de un primer ministro que aún no ha hecho la primera comunión y un presidente de la República que sigue enamorado de su maestra. Por mi parte creo que seguiré con mi lectura de Proust. Más que nada para convencerme de que París aún vale una misa. Anoche soñé que estaba enamorado de Anouk Aimée y no quiero despertarme.

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