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A mi amiga Alisa no le gusta mucho la Navidad. Digamos que no es su fiesta preferida. Le empalaga mucho la dulzura impostada en estas ... fechas. Ella misma es muy dulce todo el año, una especie de flor delicada, de sensibilidad sostenible y sostenida a lo largo de las estaciones.
El postureo, aunque sea postureo bondadoso y puntual, produce tortícolis. Ella lo sabe muy bien porque es médico. Y esta Nochebuena, mientras casi todos los que podemos nos reunimos alrededor de la mesa, ella la pasará trabajando en un hospital de Berlín. Y el día de Navidad también. Acepta estas guardias, las menos deseadas entre sus compañeros, porque a ella no le gusta la Navidad.
O al menos eso dice. Yo sospecho que celebra una Navidad mucho más silenciosa, pero tan auténtica como la nuestra. O quizá incluso más. Entregada a sus pacientes, que pasan esa Noche entubados o medicados. Alisa no ha cumplido los treinta y es uno de los rostros de la España formadísima y desplazada, que se exilia para ganarse la vida. Pero también es un significativo rostro de quienes, por muy diversos motivos, no celebran esta Navidad. Algunos porque han perdido a alguien y esa ausencia pesa tanto en la copa que impide levantarla para el brindis. Duele tanto que el villancico torna en saeta y se clava en el alma. Tanto que hasta el cariño de los presentes aflige. Otros están solos o apartados. Observan a distancia la felicidad exhibicionista del resto sin sentirse incluidos.
Hay pobres materiales o emocionales que no participan de la abundancia con la que nos emborrachamos en este solsticio, en el que nos permitimos un alto nivel de sentimentalismo en sangre. No muy lejos hay ucranianos a los que Putin niega una mísera tregua. Más cerca hay marginados, rechazados y excluidos a los que es difícil mirar a los ojos y desear Feliz Navidad, pero para los que el Niño Dios nace con especial intención.
También hay quien racionalmente decide no celebrar. Yo, en cambio, voy de turrón en turrón, de encuentro en encuentro, apurando hasta el último sorbo de compartir lo que en años anteriores nos impidió la pandemia. Pero no me quito a Alisa de la cabeza. Tendré que pedirle que me recete un poco de esa Navidad generosa, sosegada, y que me perdone por felicitarle las fiestas que prefiere ignorar. Feliz No Navidad, debería decirle, para respetar su voluntaria distancia con la celebración. A ella y a todos aquellos que no la celebran.
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