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(A Alberto Estella: Lloren las fuentes y los campos,
las flores y las encinas)
LA invasión de Ucrania por parte de Rusia ha servido ... para despertar la conciencia europea y aglutinar voluntades en defensa de unos valores compartidos que, aunque dados por supuestos, no acababan de cuajar del todo. En numerosas ocasiones se han podido constatar pequeños egoísmos fruto de mezquinas discrepancias a la hora de debatir en Bruselas determinadas iniciativas o consensuar políticas comunes. Ahora, el genocidio ucraniano ha liberado el zapato europeo de la horma que lo constreñía. Una vez despierta la serpiente y desatada la furia del reptil —la mirada de Putin, a poco que nos fijemos, es claramente reptiliana— Europa, aunque tarde, se ha caído del guindo. De repente, la vida de una parte del continente arde en sangre, las pérdidas humanas se cuentan por miles, los refugiados por millones, y el exceso de información, una vez más, conduce a una manipulada desinformación.
Debería saber a estas alturas la Unión Europea que los nacionalismos a ultranza son el nutriente que en pequeñas dosis va alimentando a las voraces alimañas agazapadas hasta que surge la oportunidad de saltar sobre su presa. En el caso de Ucrania, aparte de otras circunstancias específicas de la geopolítica rusa del momento, pervivían rescoldos de herencias identitarias como excusa perfecta para hacer aflorar viejas cuitas y saldar deudas del pasado. Quimeras y nacionalismos que envenenan y arrastran a la destrucción.
Europa ha visto la luz, la de los cañonazos. Lección algo tardía. Los países que albergan en su seno nacionalismos potencialmente peligrosos —España sin ir más lejos— deberían verse en el espejo de la bruja, no en el de su propia complacencia, y reflexionar acerca de los monstruos que han estado engordando a base de concesiones, transigencias, mesas de imposible diálogo, consultas y referéndums ilegales, insultos, rapiñas fiscales, cupos y fueros anacrónicos, y un largo etcétera de humillaciones atribuibles tanto a la inepcia como al menguado caletre de aquellos a quienes a lo largo de los años hemos entregado la responsabilidad de (mal) gobernarnos. Como tradujo san Jerónimo, “stultorum infinitus est numerus”: el número de tontos es infinito. ¿Alguien se da por aludido?
Últimamente, las verdes praderas del nacionalismo catalán se han visto agostadas al demostrarse sus arrumacos con Putin. Confiemos en que estos tétricos apaños con un criminal sirvan de vacuna frente las veleidades independentistas al menos durante una temporada. Las tensiones territoriales —sobre todo si están protegidas o subvencionadas por tiranos foráneos— no deberían tener cabida en una Europa que padece en sus carnes desgarros como el de Ucrania y percibe serias amenazas en los países del entorno.
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