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Volverán las funciones al Liceo, los conciertos al CAEM y a la sala de enfrente, las presentaciones de libros y las exposiciones, las risas y ... discusiones en las terrazas, el papel higiénico a cubrir los lineales de los súper un poco más allá de la lejía, las mascarillas a las farmacias para los que las necesitan de verdad, los niños a los parques, los abuelos a sus partidas, los cinéfilos a las butacas, los gourmets y tumbaollas a los restaurantes, las parejas a romper la barrera del metro de distancia, las familias a subirse al coche para ir a la sierra, como regresarán los brazos rotos a las urgencias, el partido semanal, la caña del sábado noche antes de la copa, los paseos por la Plaza Mayor y la Rúa, las procesiones, los pasteles del domingo, el trabajar todos juntos en su sitio, los besos, los abrazos, las manos que se estrechan. Hay cosas, como el nadar, que nunca se olvidan y cuando llegue el momento sabremos hacerlas como si no hubiésemos pasado esta cuarentena, que coincide con la cuaresma y durará lo que dura la cuaresma. Esta semana tuve la visión del cierre de los bares y la suspensión de los actos de la Semana Santa y lo dejé caer aquí. En efecto, la República dejó a las procesiones salmantinas en casa, pero después nos dimos un atracón de ellas. Y los bares, algo tan nuestro, donde socializamos compartiendo nuestras alegrías y confesando nuestras penas, cierran, han cerrado. Y también lo dejé caer en estas líneas. Siempre pensé que los bares serían la última línea de defensa frente al apocalipsis.

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