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Volverán las funciones al Liceo, los conciertos al CAEM y a la sala de enfrente, las presentaciones de libros y las exposiciones, las risas y ... discusiones en las terrazas, el papel higiénico a cubrir los lineales de los súper un poco más allá de la lejía, las mascarillas a las farmacias para los que las necesitan de verdad, los niños a los parques, los abuelos a sus partidas, los cinéfilos a las butacas, los gourmets y tumbaollas a los restaurantes, las parejas a romper la barrera del metro de distancia, las familias a subirse al coche para ir a la sierra, como regresarán los brazos rotos a las urgencias, el partido semanal, la caña del sábado noche antes de la copa, los paseos por la Plaza Mayor y la Rúa, las procesiones, los pasteles del domingo, el trabajar todos juntos en su sitio, los besos, los abrazos, las manos que se estrechan. Hay cosas, como el nadar, que nunca se olvidan y cuando llegue el momento sabremos hacerlas como si no hubiésemos pasado esta cuarentena, que coincide con la cuaresma y durará lo que dura la cuaresma. Esta semana tuve la visión del cierre de los bares y la suspensión de los actos de la Semana Santa y lo dejé caer aquí. En efecto, la República dejó a las procesiones salmantinas en casa, pero después nos dimos un atracón de ellas. Y los bares, algo tan nuestro, donde socializamos compartiendo nuestras alegrías y confesando nuestras penas, cierran, han cerrado. Y también lo dejé caer en estas líneas. Siempre pensé que los bares serían la última línea de defensa frente al apocalipsis.
Pasear por la calle es hacerlo con la sensación de estar cometiendo un delito: eh, que voy a por la prensa y el pan. Productos esenciales. Paseo con saludos lejanos entre tiendas y bares cerrados, con prisa por llegar a casa. Desde el sofá nos intercambiamos wasaps, que tienen de asunto el virus y el confinamiento en casa. Los amigos me alertan del riesgo de caer en la tentación de hacer limpieza general y uno me envía un video de una familia que salen de casa con la cabeza cubierta como fantasmas. Quizá los capuchones penitenciales puedan tener estos días una segunda vida, pienso. Las comparecencias diarias del presidente me recuerdan los “partes” de la Guerra Civil, con su recuento de victorias. Escucho la radio y me inyecto música que hacía años que no oía, me dosifico series en Netflix y racionalizo la información. Y me lavo mucho las manos. Claro. De vez en cuando me asomo a la ventana y descubro a vecinos de los edificios de enfrente a los que nunca había visto ni en la ventana. Salen a fumar, hablar, tomar el sol y una cerveza, y observar la plazuela desierta.
Ya queda menos para que el casino recupere sus conferencias, la Casa de las Conchas sus reuniones literarias, el Juan del Enzina sus citas escénicas, el Novelty sus tertulias, la Casa Lis sus funciones, las calles sus turistas, las iglesias sus fieles y los museos a sus devotos, las clínicas a sus pacientes, las academias a sus estudiantes, los juzgados sus liturgias, los colegios a sus niños, las facultades a sus trastulos, las tiendas a sus clientes, las bibliotecas a sus lectores, los informativos a sus sucesos y crónicas políticas, los gimnasios a sus usuarios y los karaokes a sus soñares de éxitos. Queda menos, pero queda. Hay que tomárselo con calma, ya vendrán después otros agobios, que dejará este virus. De momento, además de declarar el estado de alarma declaro el de esperanza. Ánimo, ciudadanos.
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