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Uno está alarmado desde unas horas antes de declararse el estado de alarma. El paseo por las calles vacías, los establecimientos cerrados y colas ante ... las farmacias, me alarmaron aun más. Luego vino lo de la angustia del papel higiénico, al afán por acaparar lejía, el acopio de harina, los memes, las mascarillas, los partes administrativos, el pico y la curva... Un amigo sugiere hacer un diccionario con los términos y expresiones (doblar la curva) que hemos ido escuchando estos días. Hoy, casi seguro, se fijará la fecha final del estado de alarma.
Pero la alarma continúa ahí, como el dinosaurio de Augusto Monterroso, los puntales de la Rúa y el reloj parado de muchos pueblos y seguramente lo estará bastante tiempo, porque el virus –se lo he escuchado a un paciente–se queda en el cerebro y ahí también necesita su cuarentena, pero lo que uno quiere de verdad es que lo que había antes del estado de alarma vuelva a estar ahí cuando la sirena se apague. Los diputados que tienen que decidir si el estado de alarma –y la alarma del Estado continúa– dan para el aforo del Novelty en tertulia y cito al centenario café porque he leído que el pasado 2 de mayo pasado cumplió 115 años. Hablamos de un superviviente que superó crisis, pandemias, guerras y postguerras, polémicas municipales, tertulianos furibundos, supresión de toldos... Es una venerable reliquia de un tiempo de café y tertulias al que solo el Casino ha sobrevivido con él; los demás, desde La Perla al Suizo de Franconi y Matossi, el peligroso Zaragoza, el breve Colón, los celebérrimos Cuatro Estaciones, Castilla o Términus, el Oporto, de Chapado, y el Universidad, y no digamos los de Richoni y Cechini, y más que podría citar José María Hernández, que nos ilustraba este fin de semana sobre el curiosísimo Variedades, sólo están ya en los boletines, periódicos de época y otros papeles. Pues eso, que un puñado de diputados, con su disputado voto, deciden hoy hasta dónde llega esta situación, tras la cual ya veremos. Eso que llaman “nueva normalidad” nos llevará a preguntarnos qué será lo normal cuando pase. Me lo estoy preguntando ya.
Esta ciudad sabe de alarmas. Ahí están la Riada de San Policarpo, el Terremoto de Lisboa, la ocupación francesa, el toma y daca a cañonazos de anglo-hispano-portugueses con franceses en 1812 –a punto de abrir el primer café salmantino, el de Cechini– las epidemias de cólera con el heroico Juan de la Fuente, tifus o gripe, los bombardeos de la Guerra Civil, el tejerazo aquel 23 de febrero, momentos –hubo más– que nos metieron el ombligo para dentro. Hoy nos alarma esa presencia diaria de bajas anunciadas que cuesta un esfuerzo enorme digerir y doblegar, que siguen indicando, quizás, que no era una falsa alarma; un asunto que saldrá hoy al ruedo de la Cuesta de San Jerónimo para ser lidiado por sus señorías, porque ahí está el sentido de la reunión de hoy y no en otra cosa.
Me cuentan gentes de la peluquería que lo del cabello era otra alarma. Han llegado los primeros a los sillones con trasquilones que daban miedo, el color natural de las raíces invadía el pelo hasta la punta, revelando que no hay tantas rubias como parece –nunca las hubo– y un largo en los caballeros que espeluznaba, digno del Javier Hidalgo de otros tiempos o aquel Flores del psicodélico grupo salmantino Eva Rock. Algún ferretero conocido me asegura que casi vacía de bombillas el almacén. Mientras, los bares esperan su turno. Su cierre dejó claro que el estado de alarma iba en serio y su apertura nos indicará que la desescalada (otra palabra de la época) también va de ese modo.
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