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Si la hostelería cierra este miércoles, cumpleaños de nuestra laureada Charo López con la Espiga de Oro por todo lo que ha hecho hasta ahora, ... se nos va a hacer el día eterno. Caminaremos desorientados hasta las diez de la noche sin referencia entre las ocupaciones y el hogar, porque los bares y cafés son eso, estaciones intermedias, de paso entre el trabajo y la casa. Espacios que nos hacen más fácil encarar la jornada laboral y nos aproximan la confortabilidad y seguridad del salón doméstico. El bar, el café, son como una antesala del salón de casa. Otro salón de estar y hay quien dice que también de ser, porque muchos muestran lo que realmente son en la barra del bar, en el velador del café. Por eso, fue muy injusto dejar fuera de los servicios esenciales en el confinamiento primaveral a la hostelería, como lo es que no haya un plan de rescate para ella en estos momentos. Sus empresarios y trabajadores viven con la impresión de ser los “paganos” de la dichosa curva de contagios, cuando las propias fuentes oficiales no llevan a más allá del cuatro por cierto los contagios en sus locales. La crisis anterior eliminó cuatrocientos establecimientos y esta puede cerrar hasta el cuarenta por cierto de los supervivientes, según fuentes empresariales. Es duro. Así, merece la pena hacerse anglosajón por un tiempo, adoptar sus horarios, si con ello ayudamos a nuestra hostelería: comer a las doce y media y cenar a las ocho. Porque uno no se imagina a Salamanca sin bares, cafés, restaurantes, coctelerías, pubs e incluso discotecas, aunque hace tiempo que no ejerzo en éstas.
Por los estudiantes, Salamanca ha sido ciudad de tabernas, posadas y mesones, como el histórico y literario Mesón de La Solana. Su carácter mercantil, uniendo la agricultura del norte y la ganadería del sur, también ayudó al parque de casas de comida, bebida y alojamiento, especialmente en el Pozo Amarillo. La intelectualidad surgida del Estudio y la burguesía de la industria creó cafés, desde el Suizo al Novelty, al tiempo que el turismo iba levantando hoteles, como el Comercio o Gran Hotel, y abriendo restaurantes, con esa derivada maravillosa que fueron los pubs de la inolvidable década de los ochenta. Todo ello tiembla ahora, como lo hizo toda la ciudad con el Terremoto de Lisboa, que estamos cercanos a recordar: A ver si este año le dejan o no a Ángel Rufino cumplir con la tradición del Mariquelo o este año también es virtual. Como la Semana Santa, que quizá veamos en fotos e imágenes de Youtube. Todos tenemos un bar y recuerdos con una copa o café en la mano. Reconocemos a camareros y nos gusta que los hosteleros nos llamen por nuestro nombre. En las tabernas celebramos las alegrías y olvidamos las penas, decía Fernán Gómez en “Las bicicletas son para el verano”. Hay cafés de novela, como el de “La Colmena”, de Cela; bares de barrio en los que se celebró a lo grande aquella Copa del Mundo de Vicente de Bosque, que también es de barrio; restaurantes que nos hicieron mayores, en mi caso, el Chez Víctor, de Víctor Salvador, y nos abrieron nuevos mundos; terrazas que son un patio de butacas para la gran función de la vida, como las de la Plaza Mayor.
La hostelería sale este miércoles a la calle para hacerse oír y sentir. Para recordar que muchas familias se dedican al arte del hospedaje y la restauración, y que no es posible sobrevivir en estas condiciones. El mensaje no va destinado solo a las instituciones, también se dirige a cada uno de nosotros y nos hace recordar aquello de Gabinete Caligari que proclamaba “bares, qué lugares, tan gratos para conversar; no hay como el calor del amor en un bar”. Y se van notando los fríos.
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