¿Está de moda la historia?
Lunes, 8 de abril 2019, 05:00
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Lunes, 8 de abril 2019, 05:00
Historia” es palabra que, según el diccionario de la RAE, tiene en español diez significados distintos. Más comedidos, quienes la ejercemos profesionalmente acostumbramos a decir ... que la palabra designa al menos tres cosas: por un lado, el conjunto de los sucesos o hechos acontecidos en el pasado; por otro, la narración y exposición de los mismos; finalmente, una disciplina profesional, la nuestra, dedicada a estudiarlos. Porque una cosa es el pasado en sí (que, pese a lo que digan los postmodernos, algún grado de existencia autónoma tuvo), otra las mil maneras de contarlo y otra más la manera específica en que lo cuentan los historiadores. Repitamos entonces la pregunta: ¿está de moda la historia? Pues... según.
A juzgar porque en los últimos tiempos no deja de hablarse del pasado (en España, de la Transición a la democracia, del Franquismo, de la Guerra Civil, pero también de Colón y el descubrimiento de América o hasta de la Reconquista), tendríamos que decir que sí, que vaya que sí, que la historia está incluso en la cresta de la ola. ¿Lo estaremos entonces también los historiadores? Hombre, el Grado de Historia que impartimos en la Universidad se mantiene bastante bien y aunque estudiar Historia no resulta demasiado glamuroso, tampoco podemos quejarnos, ni por la cantidad ni por la calidad de nuestros estudiantes. Pero mejor no venirse arriba, porque me temo que la cosa no va por ahí. Lo que está de moda es la historia entendida como una especie de saco lleno de munición para quien quiera servirse de ella. No lo está tanto, o no lo está nada, la historia entendida en sentido profesional, es decir, como una disciplina que se asoma al pasado con respeto (no tratando de modificarlo a nuestro gusto de hoy) y con la mirada limpia (desde una objetividad que nunca se va a alcanzar por completo, pero con la tensión permanente por encontrarla). En nuestras sociedades hambrientas de pasado, en las que tantas veces se invoca lo histórico como legitimación del presente, el papel de los historiadores, si es que no se niegan a sí mismos, es el de aguafiestas: aquellos que cuando los ánimos se exaltan y los relatos se simplifican nos dicen que no, que qué le vamos a hacer, pero que el pasado, en su endiablada complejidad, nunca fue como nos gustaría que hubiese sido.
Traigo esto a colación por un par de polémicas de estas últimas semanas. La primera ha sido la provocada por la decisión del presidente de México, Andrés López Obrador, de solicitar al rey de España perdón por los abusos cometidos contra los pueblos originarios durante la conquista. Sobre este asunto, en particular sobre su oportunismo facilón, se ha dicho ya casi todo. Solo cabe añadir lo que dicha postura tiene de desprecio autocomplaciente por la verdad histórica. En el establecimiento de la Monarquía hispánica en Nueva España en el siglo XVI hubo matanzas, injusticias y desastres culturales. Pero como ha recordado el historiador Felipe Fernández-Armesto hace algunos días en un artículo excelente, las fuentes indígenas aclaran que más que una conquista española, lo que hubo entonces fue la conquista de unos pueblos indígenas (los aztecas o mexicas) por otros (totonacas, tlaxcaltecas, texcocanos o huejotzincas), ayudados por Hernán Cortés y sus menguadas huestes que, eso sí, supieron aprovechar hábilmente el conflicto. Y que el descenso catastrófico de la población originaria se debió sobre todo a la llegada de nuevas enfermedades, no a una voluntad de exterminio contradictoria con la necesidad de mano de obra.
La otra polémica es estrictamente salmantina y está relacionado con la posibilidad de dedicar dos medallones de nuestra Plaza Mayor a Beatriz Galindo “La Latina” y a Lucía (Luisa) de Medrano, de quienes se ha dado en decir que fueron, respectivamente, la primera estudiante universitaria y la primera catedrática. Al parecer, la Comisión Territorial de Patrimonio encargó un informe a la profesora Ana Carabias, experta en la historia de nuestra Universidad y esta ha concluido que no solo no existe ninguna prueba de que así fuera, sino que en aquella época, finales del siglo XV y comienzos del XVI, las mujeres tenían prohibido el acceso a las aulas universitarias. No cabe dudar en este caso de la buena voluntad de quienes promueven, a través de la exaltación de estas dos figuras singulares de nuestra historia cultural, un aumento de la presencia de las mujeres en el ámbito académico. Pero la historia, la maldita historia, siempre viene a aguar la fiesta. Lo ha dicho muy bien Ana Carabias a este periódico: “Yo no entro a valorar si deben ponerse o no medallones que las recuerden. A mí me han pedido un informe técnico y yo lo he hecho”. Quizá no vuelvan a pedírselo.
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