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Llevo instalada en mi guarida veraniega apenas siete días mágicos que, por fin, me han hecho desconectar de tantas cosas -sobre todo de la pandemia- ... y buscarme a mí misma entre los escombros a los que quedo reducida tras los mil y un viajes de promoción, antes de las vacaciones. Es necesario que nos miremos por dentro de vez en cuando -tampoco todo el rato, porque como dice mi amigo y colega Ramón Buenaventura “hay que conocerse, pero no especializarse”-, y que busquemos esas otras parcelas de nosotros mismos, que tan olvidadas quedan en los tiempos de infinita actividad. Aquí, en Mallorca, es donde yo busco la inspiración y me enfrento a mis fantasmas. El lugar donde hallo esa extraña paz, a veces opresiva, desde la que escribo mis historias y aparto mis miedos dándole a la tecla. No es extraño que me suceda. Esta es una isla tan sugerente que han sido incontables los escritores, artistas y toda suerte de creadores los que la han elegido para desparramar a chorros cuanto llevaban en su interior. Hoy me ha tocado a mí y ya he empezado a escribir. A instalarme en la rutina de vestir de emociones las páginas en blanco. A notar cómo regresan a mí todas y cada una de mis inseguridades, inefables compañeras de la creación y me distancian de la realidad o la transforman.
Porque hoy, de pronto, la covid estaba ahí, pero no acechaba, Rocío Carrasco y Olga Moreno se desvanecían hasta desaparecer y hasta la sonrisa cautivadora de Sánchez en todas las instantáneas de su viaje a EEUU (Oh! he is Superman!), desaparecían de mi línea de horizonte, naufragadas en ese mar casi siempre azul y hoy gris, por la tormenta, como mi estado de ánimo. Escribir es una aventura. Más allá de los escritores de mapa y brújula, o de los cojos y los ciegos, como les gusta llamarlos a Javier Marías (los primeros saben cómo empezarán y cómo acabarán, al detalle, y los segundos comienzan con una pequeña ideíta que desconocen por completo adónde les llevará), todos estamos un poco perdidos cuando andamos entre líneas con cautela y dolor, como si lo hiciéramos sobre los clavos del colchón de un faquir. Y es por eso por lo que, de pronto, entramos en una fase de extraña levitación, que nos aleja del suelo y del mundo. Así, vemos las fotos de la familia real en Santiago de Compostela y apenas apreciamos los matices o el trasfondo político, pero nos fijamos en el secreto que la infanta Sofía le cuenta a su madre al oído, a la vista de todos; o pensamos más en cómo estará el alma de Mireia Belmonte tras quedar fuera en los JJOO de Japón, más que en cómo afectará a su carrera deportiva... Repasamos lo que ocurre, lo observamos, lo diseccionamos y a partir de ahí concebimos, inventamos. La imaginación se alimenta de lecturas, de viajes, de conversaciones y hasta de miradas. Por eso ando yo ahora tan atenta, en estos días de puesta en marcha de una nueva novela. Deséenme suerte. El camino es duro, pero también maravilloso. Y es un privilegio compartirlo con ustedes.
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