Elliott, el procès y España
Lunes, 11 de marzo 2019, 04:00
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Lunes, 11 de marzo 2019, 04:00
Esta semana estará en Salamanca el gran historiador John Elliott, catedrático emérito de Oxford, protagonista de una impresionante carrera académica y probablemente el más prestigioso ... de todos los hispanistas en activo. Intervendrá en el ciclo “Diálogos sobre Cataluña” que se está desarrollando en la Universidad y lo hará sobre “Cataluña y Escocia”, el tema en torno al cual acaba de publicar un excelente libro. Su estancia en Salamanca y la coincidencia de la misma con el juicio a los políticos independentistas que en el otoño de 2017 pretendieron la secesión unilateral de Cataluña, constituyen una buena ocasión para evocar una de las dimensiones de la gran batalla política del “procès“ en la que, lamentablemente, el nacionalismo catalán ha mostrado mucha mayor lucidez y eficacia que los defensores de la unidad del Estado y la legalidad democrática: el campo de la diplomacia cultural y académica, la búsqueda del apoyo exterior mediante la generación de una imagen favorable para la causa propia y desfavorable para la contraria.
Se ha dicho ya muchas veces, pero conviene repetirlo. El control ininterrumpido, y prácticamente indiscutido, por el nacionalismo catalán de las instituciones autonómicas surgidas del desarrollo de la Constitución de 1978 propició el despliegue de un proyecto a largo plazo que, nadie lo ocultó, iba mucho más allá de la consecución de la autonomía política. “Fer país”, en boca de Jordi Pujol y de aquel nacionalismo que nos empeñábamos en considerar moderado, significaba impregnar la sociedad catalana de la ideología y de los valores del nacionalismo, enraizar dicho proyecto en una sociedad –entonces como ahora- mucho más plural de lo que los artífices de la nación catalana estaban dispuestos a aceptar. Había que actuar sin prisa, pero también sin pausa, hasta que, llegado el momento, una nueva generación se encontrara en condiciones de dar el salto. Entonces, cuando se produjera el conflicto, la opinión internacional tendría un peso decisivo, por lo que había que atender también ese frente. Cataluña debía, pues, emplear todos los recursos posibles en una acción exterior colocada bajo el paraguas de la protección de una lengua y una cultura minoritarias, cuya existencia se hallaba cuestionada en un mundo cruelmente globalizado (¿y quién podría oponerse a un propósito tan noble?), pero inspirada por la cosmovisión de un nacionalismo para el que Cataluña era una comunidad nacional homogénea, perfectamente diferenciada de España y, en mayor o menor grado, sojuzgada por esta. Así se hizo durante muchos años, con presupuestos generosos, estratégicamente repartidos por universidades y centros académicos prestigiosos de todo el mundo, donde se establecieron centros de estudios catalanes alimentados por la dispendiosa Generalitat. Algunos de sus principales responsables recibieron también premios y galardones muy bien remunerados.
Esta estrategia del nacionalismo catalán no encontró apenas respuesta en los responsables del Estado. Hasta es probable que durante muchos años ni siquiera fuera vista como problemática. Del mismo modo que, cuando resultaba necesario, se prefería el apoyo parlamentario del nacionalismo catalán (o del vasco) al del adversario político de referente nacional español, de derechas o de izquierdas, casi nadie se atrevía a denunciar la manipulación de la cultura catalana que el nacionalismo realizaba. No solo eso. Hubo ocasiones en que los voraces nacionalistas ocuparon también puestos académicos dedicados a reforzar la presencia exterior de España: recuérdese, por ejemplo, que la ex consejera de Educación de la Generalitat, Clara Ponsatí, hoy prófuga de la justicia en el Reino Unido, accedió a su puesto en el gobierno catalán tras ocupar la cátedra Príncipe de Asturias en la Universidad de Georgetown.
Los efectos de esta incomprensión profunda sobre la eficacia de la diplomacia cultural y académica se han puesto de manifiesto cuando ha llegado la hora de la verdad y el nacionalismo catalán ha decidido ir a por todas. Sometido a una intensa, bien meditada y bien financiada agitación, una parte significativa del mundo académico y cultural de otros países, particularmente anglosajones, aplaude hoy la épica resistencia de la oprimida minoría nacional catalana y pone en duda la naturaleza democrática de un país con “presos políticos” y en el que el franquismo seguiría vivo.
Por fortuna no es este el caso de John Elliott, gran especialista en la historia moderna de Cataluña y de España, catalanoparlante él mismo, cuya actividad se ha movido siempre en otro plano, el del ejercicio brillante del oficio de historiador. Su obra extraordinaria no merece ser objeto de manipulación política de ningún tipo. Pero tampoco cabe negar una evidencia: que su equilibrio intelectual y prestigio académico desacreditan los supuestos históricos en los que se fundamenta el independentismo catalán, difundidos hoy con una intensidad propagandística abrumadora. Será un alivio, además de un honor, escucharle en Salamanca el próximo viernes.
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