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Ayer, día del equinoccio primaveral, fue también el de la poesía en todo el mundo. Este año la conmemoración ha sido diferente, poéticamente triste y ... melancólica. A la exaltación de lo poético le ha faltado la visibilidad de otros años. Encuentros, celebraciones y recitales han discurrido por sendas virtuales, menos efectistas y vistosas. La culpa es del virus que vino de China y que no es, precisamente, el de la poesía, sino el de la angustia y la zozobra, las inquietudes y desazones, los sobresaltos y desasosiegos. Es el maldito virus que ha trastocado nuestra existencia, que ha modificado una buena parte de nuestra vidas y costumbres, que ha puesto a prueba la capacidad de respuesta ante una emergencia y la responsabilidad de toda una civilización.
No sé si habrá en el futuro quien utilice el coronavirus como argumento literario al estilo del Decamerón. Recordemos que Boccaccio describe a un grupo de jóvenes florentinos (siete mujeres y tres varones) que se aíslan voluntariamente en una quinta alejada de la ciudad para huir del contagio de la peste bubónica –la de 1348, una de las que cada cierto tiempo asolaban Europa— y deciden entretenerse contando cuentos. En estas narraciones hay emoción, drama, ternura, humor, erotismo, adulterio, jolgorio festivo..., es decir, los mismos ingredientes que seiscientos años más tarde nos ofrecen las series televisivas que en estos días de reclusión nos tragamos repantigados en el sofá.
A causa del virus se han cancelado los actos literarios programados para conmemorar el día de la poesía: recitales, presentaciones de libros, conferencias y congresos. Sin ir más lejos, esta misma semana iba a tener lugar en la Facultad de Filología una jornada de estudio en torno a la obra de Joan Margarit, premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y premio Cervantes.
El mundo necesita que se le inocule el virus poético. Se daría por bien empleada esta cuarentena si la aprovecháramos para leer. Periódicos, revistas, novelas, cuentos... sin olvidar la poesía. Porque, como se ha dicho tantas veces, la poesía ayuda a vivir. Nos acerca a cuanto nos importa: a los amaneceres y a las cenizas, a las desilusiones y a los miedos, a las sombras y a los azules. La poesía es la gramática que nos piensa, el espacio que nos rodea, el vacío que separa. Es lo que queda tras el después y lo que existe previo al antes. Lo que nos permite existir en ese monótono ritual que a veces guía nuestros días. Pero la poesía es además lo que anuncia el futuro y pone en jaque al pasado, lo que interroga sobre las heridas y lo que enciende una luz en medio de las tinieblas más crueles de la vida. Como las de ahora mismo.
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