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En el Fonseca vivió Alexander McCabe, el último rector del Colegio de los Irlandeses. Llegó como estudiante para completar su formación religiosa en el seminario ... más prestigioso que el clero irlandés poseía fuera de sus fronteras. Con el tiempo pasaría a desempeñar el cargo de vicerrector y rector. Iniciada la Guerra Civil, que a los seminaristas irlandeses sorprendió en Pendueles, McCabe regresaría a Salamanca y aquí permaneció durante varios años en su doble calidad de rector sin estudiantes a quienes dirigir, y de inquilino de un hermoso edificio sobre el que tampoco tenía autoridad desde que el régimen de Franco se lo entregara a los alemanes como sede para su embajada. Y ahí estriba, precisamente, el interés de lo que McCabe fue testigo privilegiado, de lo que vio y oyó a lo largo de la contienda, de las intrigas y conspiraciones que en el seno del edificio se fraguaron, del papel de sus propios compatriotas –la Brigada Irlandesa del esperpéntico O’Duffy--, de la represión en Salamanca, de muchas comidillas y de otras anécdotas más trágicas que curiosas.
La primera vez que visité Maynooth, no lejos de Dublín, donde se atesora el magnífico archivo con los “Papeles de Salamanca”, oí hablar del “padre Alejandro” con admiración. Incluso me facilitaron el discurso que en enaltecimiento de Salamanca y de los seculares lazos que unieron a españoles e irlandeses pronunciara el ya anciano clérigo ante los Reyes de España. El texto estaba preñado de emociones y nostalgias. No en vano este hombre había pasado en Salamanca los años más fructíferos de su carrera eclesiástica, antes de retornar a su país en 1949.
En Maynooth se encuentran los diarios de McCabe, que Tim Fanning ha expurgado e interpretado. Estos escritos constituyen todo un dechado de información privilegiada, impresiones subjetivas y apreciaciones objetivas, propias de un perspicaz observador –cínico unas veces y melancólico otras-- desde la atalaya de su desolado despacho en el antiguo Colegio del Arzobispo. Allí se cruzaba el rector con oficiales nazis, miembros de la delegación diplomática, espías, militares franquistas y prebostes locales. De todo ello se iba haciendo una composición que plasmaba en su diario. Salamanca desfila por sus páginas, desde su llegada a la estación de ferrocarril en 1919 y su traslado en coche de caballos a la Plaza Mayor (que ingenuamente creyó que era el claustro del Colegio de los Irlandeses) hasta el colegio propiamente dicho.
La pena es que entregara al fuego la mayor parte de los diarios fechados entre 1938 y 1945. Confiesa que esas páginas deliberadamente destruidas destilaban amarguras, dolor y desesperanza. Puede que también asco, decepción y miedo. Lástima de testimonio perdido acerca de un fragmento de la vida salmantina de esos años.
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