El tiempo pasado fue mejor
Lunes, 12 de diciembre 2022, 04:00
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Cuando se acerca la Navidad florecen, de forma colectiva, ciertas emociones. Felicidad, aversión, morriña, estrés, ansiedad, solidaridad, angustia, paz, enfado, entusiasmo ... y así podría seguir hasta que a Google se le acabasen los resultados. Sin embargo, suele apreciarse cierta nostalgia que empaña a las demás ... emociones, convirtiéndose en un sentimiento generalizado.
Bien porque son las fechas señaladas en el ‘calendario del buen español’ como las del enaltecimiento de la familia tradicional como el centro natural de nuestra sociedad; o bien porque, con el año natural llegando a su fin, parece preceptivo echar la vista atrás para intentar hacer valoraciones. Y eso que hay prácticamente el mismo consenso social en admitir que el año empieza en septiembre como que el cambio de hora en invierno no supone una medida de ahorro energético.
En cualquier caso, la nostalgia siempre está presente. De hecho, para ilustrarla, tenemos esa frase hecha de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Y realmente creemos que -aunque solo sea aplicable para algún momento concreto de nuestras vidas- esto es así. Y lo creemos con razón: la neurociencia asegura que idealizamos el pasado porque en la combinación de nuestros recuerdos, solemos filtrar las emociones negativas. ¡Imagínense revivir una y otra vez todo lo malo que nos ha pasado!
Y, en la omnipotencia del capitalismo, la nostalgia figura actualmente como uno de los elementos de consumo más rentables. Desde ‘Star Wars’ hasta el reencuentro de las Spice Girls, pasando por el chocolate Jungly, han encontrado en esto de la nostalgia un consumible más con el que especular.
¿Podemos sentir nostalgia un tiempo que no hemos vivido? ¿Son nostálgicos -como se asevera en muchos medios de comunicación- los iluminados defensores del carlismo o el franquismo que rememoran tiempos añejos en los que no eran ni proyecto de cigoto? ¿Puedo decir, entonces, que tengo un sentimiento de nostalgia por lo acaecido, por ejemplo, en el año 1887?
Porque de ser así, podríamos hablar del 1887. ¿Y qué tiene de especial ese año? Pues le diré: a priori, nada. Todos los años ocurren multitud de acontecimientos. En 1887, comienza la construcción de la Torre Eiffel. En Chile, se permite a las mujeres ir a la Universidad por primera vez. Y nacía Leandra Becerra Lumbreras, que supuestamente llegó a vivir 127 años.
Un terremoto dejó 51 víctimas mortales en México y las inundaciones del Rio Amarillo en China originarían más de 2 millones de víctimas. En Chicago, el Gobierno -cien años antes de que aquí llegasen Barrionuevo, González y los GAL- ejecutó a cuatro obreros anarquistas que pedían la jornada laboral de ocho horas (sí, la pedían hacen 135 años). En el Estado Español, la reina regente era María Cristina, abuela del rey fugado, y el presidente del Consejo de Ministros de aquel ‘turnismo’ que tanta similitud tenía con el bipartidismo, era, por enésima vez, Sagasta.
En Salamanca, la Catedral Vieja fue inscrita en el listado de Monumentos Nacionales y se celebró un gran Congreso Agrícola de terratenientes ante los problemas del sector. También, en 1887, nacía mi bisabuelo Francisco, quien con los años sería el escribiente. Y a apenas unos kilómetros de allí, se inauguraba con “un beso” el tramo de vía férrea que conectaba Salamanca con el Océano Atlántico.
Sí, la línea de ferrocarril que hoy llaman “Camino de Hierro” y cuya peatonalización para una supuesta llegada masiva de turistas -con su consiguiente capital- iba a sacar a la zona del ostracismo.
Y 135 años después de su inauguración, habrá quien sienta nostalgia por ver circular trenes por esas vías, en el deseo de un porvenir lleno de prosperidad para una comarca de una provincia de una comunidad autónoma que lo único que necesita es tener un futuro cierto. Sin nostalgia, aunque se acerque la Navidad, y dejando atrás de una vez por todas aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
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