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EN “Felipe VI, un Rey en la adversidad”, José Antonio Zarzalejos define al actual Jefe del Estado como un monarca “hipotético, porqué de él hay que suponerlo todo”. Sabemos que tiene una extraordinaria formación, conocemos detalles de sus aficiones deportivas y también algo de sus ... noviazgos de juventud. Pero muchos de los rasgos de su personalidad nos los tenemos que imaginar.
El Rey se ha prodigado poco en charlas, apenas ha dado entrevistas y tampoco se ha escrito mucho sobre su biografía, más allá de lo estrictamente protocolario. El libro de Zarzalejos, que es uno de los escasos que analiza a este monarca moderno, dibuja el retrato de Felipe, como el de un hombre tímido, de un alto nivel intelectual y cultural y de fuertes convicciones, al que le ha afectado bastante la desestructuración familiar.
Por eso estos días, con esas páginas como referencia, me lo he imaginado solo, incómodo y reflexivo. Sospecho que el Rey habrá presenciado callado y sin aspavientos, todo lo que ha rodeado al retorno de su padre a España. Y también verá en silencio los exabruptos políticos que le dirigen un día sí y otro también sus detractores, que por cierto, cada vez tienen más poder. Felipe VI heredó la Corona en el peor momento posible y ahora, mantenerla se ha convertido en su mayor reto. Se busca como nunca dañar a la institución y desde fuera parece que el monarca tiene cada vez menos gente cerca, para desahogarse. El gobierno restringe sus viajes de forma progresiva, controla sus apariciones y limita sus actos en función de unos socios políticos que no le quieren ni ver. Desde el ejecutivo se ajustan cuentas pendientes con el emérito, se pacta despenalizar las injurias a la Corona y se aparca el más mínimo respeto institucional a la hora de criticar lo que representa. En el Congreso disminuye el número de escaños desde los que se le aplaude y desde el resto de poderes fácticos, ya no suena con tanta asiduidad el compromiso de guardarle lealtad. El desgaste se refleja en la calle, que se divide entre incondicionales, abolicionistas, incrédulos y agnósticos con cualquier forma de poder. Y tampoco parece tener mucho apoyo de la familia que en cuanto puede, evidencia la frialdad de sus relaciones. Por lo que sabemos, Felipe VI no se parece mucho a su padre y, seguramente, no quiera ser como él. No es campechano, ni bromista y no le gusta alternar o codearse con los focos del poder. Pero sí haría bien en rescatar, al menos, una cosa de su legado. Se llamaba “juancarlismo” y sirvió al emérito para tener los suficientes apoyos como para mantener a raya a los que querían destruirle. Ese blindaje ganado en la calle le valió, entre otras cosas, para no quedarse solo, a pesar de sus errores.
Quizá Felipe VI necesite ahora algo de ese carisma que sembró su antecesor, aunque no se parezca a él. Felipe VI debe dejar de ser un Rey hipotético, para ser uno mucho más real para la gente.
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