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De nuevo la cola, el ojeo comparativo, la exhibición del DNI con la fotografía de cuando tuve barba y pelo largo, el serpenteante paseo a ... la pista del Multiusos hasta el box correspondiente, el saludo a las enfermeras enfundadas en ese mono de película con crimen, que hemos sabido que se llaman EPIs, los datos recitados y el brazo -el izquierdo, por favor-, el desplazamiento a una silla de pista para una espera de quince, quizás treinta minutos, y la salida hacia la luz. Es el protocolo. Lo conozco de cuando me enchufaron la primera dosis. Está bien organizado. Muy bien. Me toca a la hora del aperitivo, así que supongo que nada grave me pasará si después me enchufo, por mi cuenta, un drymartini, si quiera para celebrar la dosis completa, aunque sé que puedo contagiar. Luego, comida, maleta y vacaciones antes de que Verónica Casado, la consejera de Sanidad, nos confine y deje en casa. Cerrojazo como a la mina de Retortillo. Y cerrojazo, que ya veremos si deja entrar a los presidentes para la cumbre autonómica convocada por Pedro Sánchez en Salamanca o los deja a todos en la raya. Tendría que haber confinado a los chavales, a los de veinte a cuarenta, para evitar el desmadre de fin de curso, pero no tuvo valor, me dice un conocido aficionado al aperol, bebida que no soporto y eso que de vez en cuando me sacudo un bíter, lo que tiene asombrado a mi amigo Germán Hernández. Dice que soy el último de Filipinas.

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