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De nuevo la cola, el ojeo comparativo, la exhibición del DNI con la fotografía de cuando tuve barba y pelo largo, el serpenteante paseo a ... la pista del Multiusos hasta el box correspondiente, el saludo a las enfermeras enfundadas en ese mono de película con crimen, que hemos sabido que se llaman EPIs, los datos recitados y el brazo -el izquierdo, por favor-, el desplazamiento a una silla de pista para una espera de quince, quizás treinta minutos, y la salida hacia la luz. Es el protocolo. Lo conozco de cuando me enchufaron la primera dosis. Está bien organizado. Muy bien. Me toca a la hora del aperitivo, así que supongo que nada grave me pasará si después me enchufo, por mi cuenta, un drymartini, si quiera para celebrar la dosis completa, aunque sé que puedo contagiar. Luego, comida, maleta y vacaciones antes de que Verónica Casado, la consejera de Sanidad, nos confine y deje en casa. Cerrojazo como a la mina de Retortillo. Y cerrojazo, que ya veremos si deja entrar a los presidentes para la cumbre autonómica convocada por Pedro Sánchez en Salamanca o los deja a todos en la raya. Tendría que haber confinado a los chavales, a los de veinte a cuarenta, para evitar el desmadre de fin de curso, pero no tuvo valor, me dice un conocido aficionado al aperol, bebida que no soporto y eso que de vez en cuando me sacudo un bíter, lo que tiene asombrado a mi amigo Germán Hernández. Dice que soy el último de Filipinas.
Con el confinamiento juvenil las discotecas estarían ocupadas por cuarentones y habría botellones de sexagenarios junto al Tormes. Benidorm entre el puente Pradillo y el Puente Viejo. Ahora tenemos una ola juvenil, la ola de la quinta de los treinta, más o menos, que tiene todo en suspenso. Francisco Igea se frota las manos planeando las nuevas restricciones que irán al BOCYL nuestro de cada día y los hosteleros le ponen velas a Santa Marta o a San Judas Tadeo, ahora que viene la fiesta del Carmen y a San Judas se le venera en el Carmen de Abajo, donde rezó en su día San Juan de la Cruz. Todos nos tememos lo peor, por eso me voy, aunque no sé a dónde porque en todas partes cuecen contagios. A Galicia, si voy, tengo que avisar. En Cataluña, a medianoche, los coches se convierten en calabaza. Soy yo o esto comienza a ser una pena de verano, sin más alegría que la pasta europea -que rule, que rule- y las noches culturales de la Diputación, el folclore hispano luso en Ciudad Rodrigo, las voces contemporáneas y encontradas en la Casa de las Conchas, los conciertos en la Isla del Soto, El Bosque bejarano o Alba de Tormes. Me pregunto si estas citas -la sal en otro verano casi sin fiesta- sobrevivirán al disparate de contagios de estos días, cuyo pico -el pico de la curva, que creíamos olvidada- aún no se ve, pero sí las décimas que resta a la recuperación económica. Bretón y Chueca ya habrían hecho varias zarzuelas, o Barbieri, autor de “La Confitera”, una zarzuela rescatada por “La Soubrette”, compañía de la que es voz y gerente nuestra Sara B Viñas, que ahora la ve en disco. Igual se deja caer por Salamanca, donde tenemos una zarzuela dedicada al Lunes de Aguas desaparecida.
He olvidado que en la primera entrega de la vacuna tuve una especie de gripe concentrada –como el caldo de pollo—de doce horas, que me imagino que volveré a pasar. Forma parte del protocolo de algunos que recibimos la vacuna. Otros ni se enteraron. El mundo tiene estas cosas.
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