Secciones
Destacamos
A finales del siglo XIX Salamanca era una ciudad sitiada por la mendicidad callejera. Más de 200 arrapiezos, muchas veces en pandilla, importunaban a los ... viandantes; las puertas de los cafés y cervecerías, de los estancos, de las pastelerías, de las tiendas y, por supuesto, de las iglesias, eran polo de atracción para toda clase de pordioseros en demanda de una limosna. Engrosaron el número de pedigüeños habituales las filas de soldados repatriados de las guerras coloniales a los que se añadía un numeroso núcleo de pobres desplazados de los pueblos y de las provincias limítrofes.
Los sucesivos bandos de los alcaldes que se van turnando y que pretenden acabar con la mendicidad callejera no consiguen acabar con Salamanca convertida en una sucursal de la Corte de los Milagros. El Ayuntamiento da la batalla por perdida desde el momento en que llega a proponer que sólo se permita pedir limosna a los que tengan su residencia acreditada en la capital, prohibe que se exhiban llagas y deformidades o se pida con voces y gritos desordenados y tiene que hacer la vista gorda, sobre el particular, por falta de medios, cuando ya a principios del siglo XX y al mando de don Quintín Sánchez Talavera se amplia la plantilla de guardias municipales de cinco a quince números para la atención de todos los menesteres de la ciudad.
Se beneficia de tal permisividad un pobre llamado Justo, apodado “El Tío Toré”, que durante más de veinte años, desde la mañana hasta bien entrada la tarde se colocó a la puerta del café “Suizo”, (situado en la calle de Zamora, donde hoy el Banco de Santander), apoyado en dos nudosos palos, implorando la caridad pública a todo el que por allí pasaba y sobre todo a los clientes y contertulios del café. Caída la tarde se retiraba silenciosamente hacia su casa no sin hacer estación en una taberna de la calle de Meléndez donde, sin entablar conversación con nadie, sentado en un banco de color rojo, sacaba del morral una manoseada petaca de cuero, liaba un pitillo de picadura, lo encendía con un chisquero de mecha y lo saboreaba con deleite, acompañándolo con unos perritos de vino tinto.
Anciano bondadoso de luenga barba blanca, daba la impresión de un santo patriarca escapado de alguna pintura religiosa y normalmente iba ataviado con un capote azul carcomido por el tiempo. Jamás se le vio enojado aunque la recaudación diaria no llenara sus expectativas y solamente se salía de sus casillas cuando los arrapiezos le apostrofaban y se burlaban de él, gritándole a coro: “Tío Toré, Toré, te, te”, con lo que, enfurecido, salía en su persecución amenazándoles con los dos bastones.
El domingo 9 de octubre de 1904 falleció repentinamente cuando se encontraba de retirada a casa en su visita diaria a la taberna de la calle de Meléndez.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Sigues a José María Hernández Pérez. Gestiona tus autores en Mis intereses.
Contenido guardado. Encuéntralo en tu área personal.
Reporta un error en esta noticia
Necesitas ser suscriptor para poder votar.