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Sepa usted que llevo tiempo mascando este artículo. Sepa que no lo he escrito antes para no ser injusto con la Iglesia y que si lo va a leer hoy es porque, otra vez, pretenden convertir los abusos en una cuestión de fe. No piense ... que soy un “anti”. Vaya por delante mi respeto a la institución y mi admiración a los miles de curas que sí creen y que cada día tienden la mano a quienes más lo necesitan en los rincones más olvidados del mundo. Ellos no se merecen que unos pocos manchen el nombre de todos.
La pederastia es la lepra de la Iglesia de este siglo. La enfermedad es global, gangrena sus pilares y amenaza su futuro. Sólo cuando los abusos han comenzado a supurar por las cloacas de la Curia, el Papa ha reunido a sus obispos en una cumbre sin precedentes, que por desgracia, puede acabar sin consecuencias. La Iglesia reconoce el pecado, pero se impone una penitencia llena de vaguedades que no supone ninguna amenaza concreta para los depredadores. No hay más que ver la poca convicción con la que tradujo la cumbre el cardenal Ricardo Blázquez, aquí en España. Ningún dato, ningún protocolo de actuación, ninguna orden para las diócesis y... ¿sobre el pasado?, de lo de antes mejor no hablar. ¿Se imaginan que hiciera esto cualquier otra institución?
Javier Paz es parte de ese ayer sobre el que los Obispos españoles se niegan a hablar. Parte de ese antes tapado a base de paladas de silencio. Usted le habrá conocido tras su traumática denuncia de abusos en la Iglesia de San Julián en Salamanca. Yo le conocí en aquel entonces y compartí con él aquellos años de catequesis y de salidas adolescentes. Estaba en el grupo de aquel chaval más callado y retraído que el resto. Aquel niño mayor que se refugiaba en sus miedos y que acumulaba fracasos y tormentos. Sólo con los años se atrevió a contar sus porqués de todo aquello. Yo no soy juez, si quieren saber más, ahí tienen su relato. Sólo he sido testigo de sus arrugas cada vez más hondas, de sus ojeras llenas de insomnios, de sus canas precipitadas y de su permanente huida hacia ninguna parte. Siempre le costó hablar y más le habrá costado señalarse como víctima.
Por eso no hay nada más injusto que lo que pretende hacer la Iglesia con él y con el resto. Lo hacen porque la mayoría de sus relatos han prescrito y eso les da mucho margen de impunidad. De ahí la lucha de Javi y de otros muchos como él. Piden que los abusos no prescriban, como tampoco se han extinguido sus temores nocturnos. Piden que sea un tribunal el que decida, porque ya hemos visto que, si de la Iglesia depende, están condenados al olvido.
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