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Qué difícil se ha hecho volver a la calle. Lo estaba deseando, pero algo dentro de mí se hacía un runrún, no sé si más ... de pena que de miedo. Cuesta acostumbrarse a verse embozado, a no poder abrazar, a encontrarse guardando distancias, escudriñando todo cuanto tocas y respiras. Cuesta enfrentarse al silencio de los negocios cerrados; a la imagen solitaria del comerciante que espera que alguien se atreva a cruzar el umbral de su tienda: el desinfectante en una mesita junto a la puerta, el pulverizador de lejía preparado para fumigar cada uno de nuestros pasos. Cuesta creer que muchos ya no pasean la ciudad, que hubieron de emprender el viaje a las estrellas en embalajes precintados sin remitente y sin flores. Cuesta sostener la palabra futuro en el pensamiento; aceptar que la estabilidad democrática depende de un juego de tabas -desleal, promiscuo, libertario y carroñero- que no admite más adversarios que los que integran la bigornia gubernamental: pícaros de la progresía a los que el estado de alarma y pandemia les ha engordado la prepotencia, el pico y el papo.

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