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Se avecina el fin de la pandemia. O no. Con tantas manifestaciones, botellones y celebraciones, nada nos asegura que las mascarillas, los geles y las ... manos limpias nos vayan a proteger de todo mal. Así que, igual que antes, pero con mayor motivo, nada parece ser cierto por completo y todo resulta relativo. Con todo, sí es verdad que los números que ya no nos vuelven locos, ni ocultan tantas muertes y desgracias tras ellos, como hace bien poco. Así que parece que la evolución de las cosas comienza a hacernos atisbar un panorama algo más halagüeño e incluso a hacernos creer que nuestro mundo, dentro de poco, será casi como antes. Es cierto que hasta que esa nueva normalidad se vuelva tan vieja como la anterior, pasará algún tiempo. Incluso que durante mucho tiempo quedará en nuestras costumbres el recelo a acortar distancias o el miedo a los estornudos cercanos; pero poco a poco, todo se irá recolocando hasta dejarlo todo en su mismo lugar.
Alguien pensará que es imposible, que el coronavirus nos habrá dejado demasiadas cicatrices como para que olvidemos y repitamos las faltas. Pero solo hace falta echarle un vistazo a la historia, para saber que el ser humano es el único animal que se quema dos veces con la misma sopa. Si viajamos, qué sé yo, al Medioevo y a aquella peste bubónica que perfumaba los campos de batalla de la Reconquista de muerte pestilente, tendremos que rendirnos a la evidencia de que el horror que hemos vivido –y en el que aún estamos- es más global, pero mucho menos letal que el de entonces. Y en aquellos tiempos, pese a que la enfermedad equivalía a muerte en todas las circunstancias y se quemaban ciudades enteras para evitar contagios, llegó un día en el que todo pasó. Y los hombres y la mujeres volvieron a las calles, a beber, a bailar y a abrazarse. La población muy mermada, estaba decidida a recuperar todo lo que la enfermedad les había arrebatado y a vivir con intensidad todo lo que la vida les ofrecía y les podía quitar también, de un segundo para otro. Nosotros en el siglo XXI no podemos contar los miedos a millones y somos legión los que hemos superado la enfermedad. Pero la realidad es que nos ha herido en nuestro orgullo, en hacernos ver que somos del todo vulnerables y en obligarnos a percatarnos que el mundo global del que tanto presumimos puede ser una trampa mortal. ¿Harán estas consideraciones que aprendamos? Probablemente no. Nosotros, como los hombres medievales, también olvidaremos. No queda nada para que lo hagamos.
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