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Es el Día Internacional de la Felicidad --¿qué habrá sido de Palito Ortega?— y todos esperamos alguna buena noticia, como antes se esperaba una ... corbata en el Día del Padre (felicidades, también, Pepes y Pepas), que fue ayer y tuvo su celebración en wasaps. Nadie acudió a saludar a San José a la portada del Archivo de la Guerra Civil, en la calle Gibraltar, claro. Hoy, la felicidad, es continuar resistiendo, esperar a que den las ocho, salir al balcón, aplaudir y proclamar: otro día, uno menos para salir de este mal sueño. En mi plazuela no hubo cacerolas antimonárquicas y como novedad alguien pinchó el Himno Nacional. El mismo vecino que durante la tarde le puso banda sonora a la plazuela desde su balcón con una playlist que incluyó a Maluma, Sabina o los Deep Purple. Estuvo muy bien.
Los niños viven ese ritual del aplauso con gran expectación, como la gran novedad del día. Salen al balcón, aplauden, ríen y nos observan a todos con los ojos (supongo) muy abiertos; es probable que este gesto forme parte de su educación para la ciudadanía, haciendo que no se queden en casa cuando la Sanidad o la Ciencia nos pidan salir porque se les escatiman medios económicos, humanos, materiales...Sí, también me he acordado de aquellas “mareas blancas”. La realidad nos ha enseñado que recortar en según qué cosas tiene consecuencias que afectan a una gran mayoría de ciudadanos. El aplauso de las ocho forma parte de una rutina y una señal de que le vamos cogiendo el punto al aislamiento, que, dicen los sicólogos, es la mejor forma de sobrellevarlo hasta que se nos convoque al último aplauso, el de la victoria sobre el virus y de agradecimiento final a los que están batallando contra él. Los que conozco están cansados, pero no se rinden, simplemente reclaman más medios, que en algún lugar estarán, me dicen. A veces me veo James Stewart asomado a las ventanas indiscretas de mi rutina. Las que dan a la plazuela, la del televisor, las del móvil y el ordenador. El paso de alguien por mi plazuela siempre es una novedad, pero cada vez lo es menos que alguien se asome a su balcón o ventana como síntoma de hartazgo. Veo desde mi ventana cómo el vecindario fuma, habla por teléfono, se solea o sale a respirar un aire cada vez más puro por la escasez de tráfico a los balcones. La ventana del televisor me lleva a una información en bucle, llena de malas noticias, y tertulias. Por la ventana del ordenador he volado por Las Arribes, gracias a Franjapas, o las Catedrales, con Mariano Hernández Pérez, por ejemplo. Hay una Salamanca virtual, liberadora y accesible en Youtube. Y la pantalla de móvil la tienen acaparada los wasaps y memes, que le toman la temperatura a momento del día: son agotadores.
Pero volvamos a esa felicidad que cantaba Ortega, la que transmitía Lina Morgan, tantas veces en Salamanca, que nacía un día como hoy de 1937; o la que hemos encontrado en actos tan añorados hoy como una caña de amigos o la comida en un restaurante. Resistan nuestros hosteleros, que volveremos. La felicidad expresada en una risa –Salamanca tuvo una calle de la Risa, que hoy es la de San Mateo—que será burlona cuando recordemos al virus doblegado, como la sonrisa del medallón que mandó tallar Lorenzo González Iglesias en una casa del Concejo. La felicidad que siempre concede la apacibilidad de la vivienda salmantina, dicho por Cervantes, hecha universidad por Montse Hidalgo o escultura rechoncha e infantil en la Plaza Mayor. Feliz Día de la Felicidad, que lo será de verdad ese día que todos esperamos, porque ahora cuesta encontrar motivos para celebrarlo.
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