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EL SEXTO SENTIDO

Aporofobia

Si cristiana es nuestra tradición, tendremos que apreciar que el problema no es que el pobre moleste, sino que exista

Viernes, 18 de agosto 2023, 05:30

Últimamente se habla de la aparición en el centro de Salamanca de numerosas personas sin hogar que han hecho de la vía pública su vivienda habitual; que comen y beben en la calle, que duermen en aceras y parques, que lavan sus prendas en las fuentes y que orinan en los rincones. No es esta una actitud incívica. Se llama necesidad, porque hasta los pobres tienen que comer, beber, lavar la ropa o dormir. También tienen que hacer sus necesidades, que apremian aun en la escasez. Su psicotrópico, de tetrabik, sin receta.

A nadie se le puede exigir que pida perdón por ser pobre; que no actúe como un pobre, si es pobre. Tampoco se le puede ordenar que abandone el centro porque moleste o estorbe a la vista de la digna ciudadanía. ¿Sería mejor que quienes no tienen techo se fueran a un barrio de la periferia? Tal vez allí su presencia fuera más discreta, ocultos de quienes nos visitan. Alcaldes hubo que los hicieron desaparecer poniendo en sus manos un billete de ida para el primer tren que saliera. Menos me gusta el estrecho desfiladero que dejan las terrazas de la Rúa, pero… ¡qué antiestética es la pobreza!

Nadie es vagabundo por gusto. La morada no es sólo un inmueble, sino el lugar donde construyes proyectos y donde amas; donde lloras tranquilo o te ríes a carcajadas. Donde renuevas energía para sentirte persona. El sinhogarismo constituye la forma más dura de desigualdad. Mantener o acceder a la vivienda representa el principal factor de integración social, aunque supone una dificultad insalvable para muchos. Por eso no debe extrañarnos que el mendigo intimide, pues en él contemplamos el infortunio del que huimos como de la peste. Y como el miedo lleva al rechazo y la ira al odio –lo dijo Yoda, reincido–, existe aversión contra las personas pobres, aún más si viven en la calle. Se llama aporofobia.

Si cristiana es nuestra tradición, tendremos que apreciar que el problema no es que el pobre moleste, sino que exista; que esté en la calle y no tenga un techo bajo el que cobijarse, un lugar donde asearse o un retrete en el que aliviarse. Dar de comer al hambriento y de beber al sediento; dar posada al peregrino y vestir al desnudo. El Estado social nos ayuda ante ese personalísimo deber de compartir, propio de una cultura de la que nos enorgullecemos. Pero que no nos duelan prendas si hay que pagar más impuestos, no vaya a ser que nos corresponda la sexta acepción del diccionario: «corto de ánimo y espíritu»; que seamos tan pobres que no tengamos más que dinero.

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