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“Estaba el carro atacado de bellacos y el gobernador de la bigornia en medio”, cuenta la pícara Justina en uno de los entretenidísimos episodios ... de la novela de López de Úbeda. Acababa de comenzar el siglo XVII, y “los de la bigornia” eran aquellas cuadrillas de pendencieros sin escrúpulos y gente irreverente, que se hacían temer allí por donde pasaban. Han transcurrido ya unos cuantos siglos desde entonces. Sin embargo, el tiempo no nos ha librado de golfos inmorales, capaces de cualquier cosa con tal de seguir montados en el carro; aunque hoy el carro se llame Falcon y tenga la forma de avión presidencial.
El gobernador de la bigornia de la que habla la pícara Justina era el obispo Pero Grullo. El nuestro, aunque sin credenciales de clerecía, es don Pedrogrullo y se hizo la foto de familia el pasado 14 de enero, en una fría mañana madrileña de martes, tal y como pudimos ver con estupor en los medios de comunicación. En las escaleras de entrada al Palacio de la Moncloa, antes de dar comienzo el primer Consejo de Ministros, allí estaba don Pedrogrullo, sonriente y ufano, junto a la nueva bigornia gubernamental: veintidós picaranzones y picaranzonas con cartera ministerial, posando ante la prensa, agavillados y agavilladas como se suele en tales casos. Don Pedrogrullo de jefe guapo, escoltado por la dómine de Cabra, Carmen Calvo, y el temible teniente intitulado Iglesias, ese que dicen tener muchas ganas de jorobarlo todo. A su alrededor todos los demás, juntos y como en pepitoria: la única fórmula que ha encontrado don Pedrogrullo para poder guisar este tótum revolútum y ser de nuevo nombrado presidente. En el siglo XVI español las pepitorias eran guisos muy ricos que se hacían con despojos de aves: alones, pescuezos, higadillos... Las pepitorias del XXI de don Pedrogrullo son más indigestas porque, además de despojos, tienen agraz y manitas de carroñero. Pero esto a don Pedrogrullo no le importa. Él solo dice que quien de la comida hace ascos, no come.
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