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SE anuncia para enero la reforma de la calle de Álvaro Gil, que la tiene por muy necesaria, por lo menos hasta la Avenida de ... Italia. Una calle de la que se habla estos días por el derribo de un edificio racionalista, que va a seguir igual suerte que otro que tuvo al lado, aunque la pérdida más triste de la calle fue el sanatorio “María Teresa”, conocida como “Villa María Teresa”, que formó parte de aquella Salamanca de famosas clínicas o sanatorios impulsados por prestigiosos médicos salmantinos. Este de Álvaro Gil fue obra del doctor Francisco Díez Rodríguez, que lo inauguró el 25 de julio de 1928. Tuvo otro antes, allá por 1912, que siguió a las consultas de las calles Meléndez y del Jesús, donde comenzó su carrera. Había nacido el bueno de don Paco, como era conocido, en 1883 en el seno de una familia con médico al frente, su padre, Ricardo Díez, de gran prestigio en la época. Don Paco fue profesor y médico, cirujano para ser preciso, y según las crónicas muy buena gente. Uno de los doctores de referencia de su tiempo. El nombre de aquel sanatorio salió de sus hijas María y Teresa, dejando al margen a la tercera, Elvira Díez Domínguez. Un sanatorio con hechuras de casa montañesa, diseñado por Genaro de No, con jardín delante y atrás, porche, y hall con escalera que llevaba a las diecisiete habitaciones que tuvo, además de comedor, cocina, sala de curas, quirófano, despachos y capilla. Todo ello en la entrada de Álvaro Gil desde el Paseo de Torres Villarroel, como quien dice en las afueras de aquella Salamanca. Llamaba la atención el gusto de la institución, como aquel otro de don Casimiro Población en la calle de las Eras, que formaba parte de otros recursos sanitarios con apellidos ilustres: Moraza, Marín, Ferrer, Ferreira... Clásicos de su tiempo. Como acabó siéndolo aquella tasquita de Florencia Hernández y Faustino Valencia, abierta en 1954, junto al sanatorio, y hoy céntrico restaurante. No quiero liarme, pero tengo la impresión de que el derribo de aquel sanatorio introdujo en su desgracia actual a Álvaro Gil, que, por cierto, fue un jurista y político salmantino, autor, por ejemplo, de un ensayo sobre Diego Muñoz Torrero. Vivió don Álvaro Gil entre 1833 y 1891, aunque el nombre de la calle le cayó mucho después, en 1923, como consta en la hemeroteca de este diario. Por lo tanto, después de tan sensibles pérdidas la calle tiene bien ganada una reforma que la integre en la ciudad con dignidad, y haga confortable la estancia de los turistas que se alojen en el hotel previsto en ella.
Hablando de pérdidas. La de Almudena Grandes me ha dolido. En su última columna habla de un salmantino, Eleuterio Sánchez, El Lute, a propósito de la moda quinqui de nuestros días. Contaba la escritora que el entonces delincuente, hoy abogado y escritor, estuvo fugado en su pueblo, Becerril, lo que se vivió como una conmoción en la localidad. De vez en cuando “El Lute” sigue reapareciendo en los medios a sus casi ochenta años por el hecho de ser quien es. También reaparece nuestro Aníbal Núñez, poeta maldito, recuperado con justicia en los últimos años, que el concejal Fernando Castaño quiere que sea más recordado en su ciudad, Salamanca, y de ahí que lleve su recuerdo al pleno de este viernes.
La marcha de Enrique Rivero, don Enrique, sabio del Derecho Administrativo, también me ha afectado por aquellos días en los que peregrinamos juntos como jurados gastronómicos hablando entre cata y cata de despensas, bodegas y fogones, nunca de Derecho. Era un sabio de la despensa del mar y la cocina sencilla. Por cierto, tengo para mí que el premio del Códex de 2008 lo tuvo siempre como algo muy especial en su vida. Ay, su Códex, y ay mis amigas las Santero, Ana y Mari Ángeles Santero, que siguen con su Casa de los Ángeles en Honduras contra viento, marea, covid, accidentes y todo lo que está cayendo. Este sábado abren en la calle Zamora su rastrillo navideño. Ya sabe que no hay Navidad sin villancicos, belenes, mercadillos y rastrillos.
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