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A CABO de regresar de Ciudad de México, donde me he dado un atracón de normalidad “after-covid” y de luz, que ya es curioso ... encontrar la mejor luz en una de las ciudades más pobladas del planeta.
Hacía más de dos años que no hacía un vuelo transoceánico, lo cual ahora, dada la pesadilla vivida, se convirtió en toda una emocionante aventura, abordando el avión de “Iberia” como niños camino de un campamento de verano; la primera piruleta, las primeras botas “Gorila”, el primer escaparate de Navidad de “Aniceto”, el ascensor al cielo del piso 41, mi casa de novela de Campos Elíseos 215..., en fin, no sé cuántas sensaciones excitantes más en este redescubrimiento del mundo. Colón y su espíritu han vuelto.
Pero lo que más me gustó de mi regreso “a la vida” fue volver a disfrutar de la actividad frenética, que no estresante, de una ciudad que no para ni en su opulencia ni en sus muchas miserias. Ricos y pobres no paran. La supervivencia se vive igual desde un gigantesco “Cadillac Escalade” que en un puesto de limpiabotas: se trata de la dignidad, nuestro mayor tesoro, mayor incluso que la libertad. Y me he empapado de dignidad, sobre todo viniendo de un primer mundo (¿primero?) en el que es una cualidad cada vez más escasa, pues el ser humano no cotiza en nuestros IBEX, en nuestros NASDAQ, en nuestros DAX, en nuestros NIKKEI. Maneras de vivir: con o sin dignidad, nosotros elegimos, ya sea como vendedor ambulante de helados en un peaje de la autopista a Puebla, como médico en Villar de la Yegua, como paseador de perros de los ricos de Polanco, como columnista de LA GACETA, o como taxista de 76 años, tal que Rubén Salas, que nos llevó al aeropuerto con sus mil historias a cuestas (“la muerte está tan segura de su victoria, que te da toda una vida de ventaja”).
Nos quedamos empapados y epatados una vez más de la dignidad desbordante que se respira a cada paso, la cual nutre de energía cada actividad, cada latido de la ciudad, frente al ocaso de nuestro “bienestar”, cansados de no hacer nada, cansados de estar solos, como en una Salamanca vaciada de contenidos, de personas, de ilusiones y de ganas. Como dignidad era una banda de música callejera que, cantando fatal los “17 años” de Los Ángeles Azules, animaba el compromiso de una pareja de enamorados en la terraza de “Bello Puerto”, en la esquina de Virgilio con Julio Verne. Dignidad, divino tesoro.
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