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La desconfianza es uno de los males de nuestro tiempo. La sociedad de la desconfianza tiene la sensibilidad cada vez más abotargada, porque en ella ... la gente vive pandémicamente escamada. Si desconfiamos de los medios de comunicación –algunos dan sobrado pie para ello--, de las ventas por internet o de los sondeos del CIS, ¿cómo no desconfiar de las redundancias legislativas en las que incurren las diversas administraciones, de las inflamadas promesas que llueven en los fervorines mitineros previos a las jornadas electorales o en la retórica corrosiva y huera de las ruedas de prensa, tertulias y otras reuniones en cuyos mensajes se proclaman verdades absolutas sin el mínimo atisbo de rubor o vergüenza torera? Muchos de los que nos engañan desde las altas esferas de la política hubieran tenido existencias grises y anodinas de no haberse aferrado al cable salvador que en su momento les echó el partido. Ante la posibilidad real de trabajar de verdad, hubieran dicho sin vacilar, como Bartleby, el escribiente de Melville: “Preferiría no hacerlo”.
A otro perro con ese hueso, decimos cuando en un acto de rebeldía frente a tanta cretinez se despereza ese adormilado espíritu crítico que, a la postre, todos llevamos –o deberíamos llevar— en nuestro interior y que se opone a la pasividad con la que nos resbalan demasiadas cosas. Para qué nos vamos a sulfurar, sostienen los escépticos, si nuestro margen de maniobra como ciudadanos es casi inexistente, si solo contamos a la hora de votar, si al final el tiempo acabará con todo, pero, eso sí, tomándose su tiempo, porque por el tiempo no pasan los años y, poco a poco, como nos recuerda Machado, “lame y roe y pule... socava el alto muro, la piedra agujerea”. Mientras tanto, siguiendo a los hedonistas, apuremos en forma de pequeños placeres cotidianos la embriagadora copa de la gloria terrenal.
Sería hermoso saber siempre de qué personas nos podemos fiar. Pero esa certeza solamente vale para determinados miembros de la familia o para el círculo más íntimo de nuestras amistades. Para los demás, hay que estar siempre alerta, ejercer de auditores permanentes, evitar el estado de error o “errores arraigados” a los que se refería Feijoo a mediados del XVIII, y separar el grano de la paja, discernir las burdas maniobras manipuladoras y contrastarlas con las motivaciones decorosas y la verdadera honradez (honestidad dicen ahora, como si la honradez sólo lo fuera de cintura para arriba). Como escribía Julián Marías en un artículo hace ya más de dos décadas, urge una operación de saneamiento mental de la humanidad, sometida en los últimos tiempos a presiones nunca antes conocidas. Es la higiene social que decía Unamuno. Pues bien, o somos capaces de convivir como ángeles o nos aniquilaremos como monstruos. De nosotros depende.
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