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Vivimos rodeados de chorizos y san-chin-choones; de sinvergüenzas que se aprovechan, sin escrúpulos, de las desgracias ajenas. De personajillos que no han ... dado un palo al agua a lo largo de sus pobres vidas, pero que tienen la repulsiva habilidad de llenar la saca a golpe de influencias, en perjuicio de todos. Es una lástima que toda esta cuadrilla se beneficie, con cierta frecuencia, de la discreta admiración de quienes en ellos ven a auténticos triunfadores que han sabido siempre estar en el lugar más adecuado, en el momento preciso, para hacer saltar la banca.
Harto de tanta conspiración torticera entre lo público y lo privado, me vino a la cabeza el nombre de cierto catedrático de ilustre memoria, pero también de incomparable presente. Quise revisar qué escribió hace más de treinta años para confirmar si su discurso permanece en nuestros días. Fue uno de los primeros abanderados en la lucha contra la corrupción en nuestro país. Tuvo el valor de denunciar los desatinos de la Administración desde los momentos más tempranos de la democracia, cuando la mayoría vivíamos embriagados disfrutando de una España que progresaba en lo político y en lo humano. Por el camino, enseñó Derecho en cuatro Universidades y fue vicerrector en todas ellas. Fue Premio Nacional de Ensayo y presidente del CSIC. Formó parte de la Junta Electoral Central durante tres legislaturas. Aún es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, y ha sido nombrado doctor honoris causa por universidades cuya investidura realmente honra al homenajeado. A sus noventa y dos años, aún insatisfecho con su carrera como docente, abogado, gestor público e historiador, acaba de publicar un libro –y van más de treinta− sobre la responsabilidad ministerial en la época isabelina.
Busqué en internet. Quería conocer algo más de su presente, pero no fue tan fácil. Un imprevisto se cruzó en mi camino: la persona a la que buscaba tiene un joven homónimo que merece más cariño por parte de las redes. Supe del pasado de este buen mozo como Mister España, de la profesión de sus padres, de la salud de su hijo, de su participación en realities, de sus amoríos pasados y presentes, de sus noches de pasión o de sus medidas corporales. Hasta Wikipedia me ofreció su reseña –vacía, por cierto− antes que la del catedrático.
El algoritmo no es tonto y saca a la venta lo que sabe que el público consume. En la búsqueda, se me abrieron tantos anuncios que tuve que reiniciar el ordenador. Ni digo el nombre del famosillo ni el del ilustre, que es el mismo, pero creo que todos sabemos quién de ambos merece ser recordado.
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