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En tiempos oprobiosos se distinguía entre “afectos” y “desafectos” al Régimen. Los primeros eran susceptibles de gozar de prebendas y privilegios. Los segundos no podían ... acceder a determinados cargos o profesiones sin el preceptivo certificado de penales. Eran tiempos recios, de partido único, camisa azul y gorra colorada como la cresta de los gallos. Por fortuna, las cosas han cambiado —larga se hizo la espera— y el arco parlamentario nos ofrece desde la Transición, que ahora algunos cuestionan, toda una panoplia de tendencias y partidos, unos de efímera supervivencia y otros de gran tradición histórica.
Para ciertos advenedizos la política se ha hecho profesión. En vez de considerarla como un servicio temporal a la sociedad, la perciben como modus vivendi perpetuo. Hay ejemplos, con nombres y apellidos, que llevan décadas asentando sus nalgueríos en distintos parlamentos. A Bernard Shaw se le atribuye la lapidaria frase de que la política es el paraíso de los charlatanes. Se podría añadir de los aduladores, cínicos y tiralevitas. A la sombra de buenos políticos, que los hay, dormitan trepas que hacen de la política ventajoso oficio, ya que no pueden tener otro fuera de ella. Acaso porque la política cada vez tiene menos adeptos entre profesionales de otros ámbitos —que perderían dinero y ganarían dolores de cabeza— saltan al campo jóvenes aguerridos y ambiciosos que van labrando prometedoras trayectorias siempre que sean disciplinados y vitoreadores. De ahí que haya tanto emperejilado cantamañanas.
Hasta cierto punto podemos hablar de la “efebocracia”, a la que se refería Ortega y Gasset en los años veinte, es decir, el poder de la juventud en la toma de decisiones en la cosa pública. Unos, con más casta, llegaron curtidos en lizas y refriegas; y otros con peor encaste (en términos taurinos) apenas han tenido responsabilidades políticas, aunque no renuncian a alcanzar el ansiado estatus de líderes carismáticos. Se podrían citar numerosos ejemplos de jóvenes triunfadores: Felipe González fue presidente de Gobierno a los 40 años; Pedro Sánchez a los 46; Pablo Casado presidió el PP a los 38; Abascal lideró Vox también a los 38; Iglesias se hizo ministro a los 42 y su Irene a los 31.
Con alarmante frecuencia los ciudadanos perciben que en política hay demasiados cínicos, aprovechados y, salvando las distancias, galloferos (en El Lazarillo de Tormes se describe así a quienes rondaban los conventos en busca de “gallofa”, o pedazo de pan que se repartía a los pobres). No es de extrañar esa ostensible desafección que deriva en pasotismo y falta de espíritu crítico, olvidando que la buena política es la que ayuda a pensar; la que, en palabras de José Mujica, “lucha por la felicidad humana”. ¿Tenemos los políticos que nos merecemos?
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