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Desde la atalaya de mi lucidez sólo pienso en huir, pues no comprendo nada, y no lo comprendo sencillamente porque es imposible comprender la deriva ... que está tomando el día a día de nuestra realidad, tomada por el absurdo, la temeridad, y un deseo de destrucción que se respira en el aire, en la calle, en los medios de comunicación, y sí, en la sede misma de la soberanía nacional: el Congreso de los Diputados.
Lo que hemos presenciado estos días con la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno, culmen de todos los despropósitos personales y políticos imaginables, es sólo el resultado de un país, de una sociedad asfixiada en su propio vómito de autocomplacencia. Porque no centremos el problema en Pedro Sánchez, mejor dicho en “los” Pedros Sánchez que pueblan nuestro universo nacional; no justifiquemos nuestras miserias como ciudadanos en lo malos-malísimos que son nuestros representantes a los que, por cierto, “alguien” habrá votado. Me preocupa, y mucho, que hayamos perdido el sentido democrático de nuestros actos, de nuestros pensamientos. Sánchez ha llegado a La Moncloa como consecuencia de una democracia intoxicada por la ambición enferma, el revanchismo, la ignorancia, la prepotencia, y sobre todo por la erótica no del poder, ¡ojo!, sino del totalitarismo. Cualquiera que tenga aún dos neuronas en pie vendrá observando que hemos entrado en una dinámica totalmente antidemocrática, y ni Podemos ni ahora el PSOE han tenido el más mínimo pudor de esconderlo. De los nazis y terroristas periféricos, qué decir que todos no hayamos visto ya. Pero no, no lo queremos ver. A muchos, a millones de nuestros compatriotas les hace gracia el “fascismo rojo”, les subyuga y les riega -o les regará- con sus prebendas para que sigan viviendo en el mundo paralelo que alimenta un electorado secuestrado por la mentira, un electorado zombi que nos ha traído hasta aquí, hasta esta democracia zombi.
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