Secciones
Destacamos
Creo que todos en nuestra memoria guardamos el amor de un Cola Cao caliente o un vaso de leche con miel traído por las manos ... de la madre. Esas manos seguras en las que descansar, acurrucar la cara, mesar el cabello y agarrarte con fuerza cuando el miedo te persigue hecho sombra.
Manos de las que esperamos toda la vida generosidad, verdad, refugio, ayuda, felicidad y ¡cómo no! nuestra comida favorita, ese guiso que nos vuelve locos y que nadie, nadie, a lo largo de nuestra vida lo hará como ella. Son esas manos que nos guiaron en los primeros momentos de la vida para darnos su pecho y sujetar con firmeza nuestros primeros pasos. Manos de confianza infinita que se vuelven camino a lo largo de la existencia y que permanecen con nosotros hasta el día en el que al final nos volvemos a sus brazos, porque a pesar de que ella parta por ley natural antes, permanece su tacto a nuestro lado la vida entera. De la mano de una madre no debería venir la muerte jamás y menos envuelta en el Cola Cao de la noche, el que endulza los sueños, tranquiliza las tinieblas y ahuyenta las sombras.
Recuerdo cuando yo era niña y ella joven, eran mi envidia, yo quería sus manos y todo cuanto ellas me ofrecían, porque envidiaba su belleza, su manera de hacer, de coger y de crear. En sus manos cabía todo mi mundo y con ellas abarcaba los planetas, me convertía en pincel, en música, en mariposa, en tarta o en lienzo donde pintar cualquier sueño, ella guiaba todo porque podía todo. Este ojo que observa hoy es mudo. Mudo por no tener palabras para explicar que nuestra enferma sociedad pueda generar luchas de padres que acaben con las vidas de sus hijos, ¡simplemente porque dicen que son suyos! ¿Cómo que suyos los hijos? Los hijos no son nuestros, son de Dios y nosotros debemos amarlos, protegerlos, educarlos y prepararlos para que tengan vidas plenas y completas. Pero eso ya no está de moda. Ahora los hijos tampoco son de Dios ni de los padres, son del César. Qué más da que sea él o ella o el vecino del cuarto, lo terrible es cómo llegamos a trasgredir las fronteras más sagradas con la inocencia, aprovechando la más pura, única y extraordinaria confianza que jamás tendremos con alguien. Los hijos son también del juzgado, porque la soberbia del ser humano campa a su antojo y ésa sí que no tiene sexo, porque abarca a todos. Las luchas entre adultos que hacen de los hijos una moneda de cambio, deberían penar doblemente porque ellos tienen la inocencia infinita y aceptan sin dudar todo cuanto procede de la mano de los progenitores, porque ellos, dice la ley natural, nos protegerán de todo. Hacer de estas venganzas un asunto de género, de según quién sea el asesino, la madre o el padre se pone más o menos énfasis en la crítica y o en la condena, me da verdadero asco. La vida no tiene género y mi único consuelo es que un ángel ha volado al cielo y ya está en las manos del verdadero Padre.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Sigues a María Eugenia Bueno Pastor. Gestiona tus autores en Mis intereses.
Contenido guardado. Encuéntralo en tu área personal.
Reporta un error en esta noticia
Necesitas ser suscriptor para poder votar.