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EN estos días más negros que azules, me acuerdo mucho de mi padre. Murió hace ahora 14 años, sin que el desencuentro nos permitiera acercarnos ... lo suficiente. Mantuvimos una distancia tensa durante algún tiempo hasta que, de pronto, un día le ingresaron en el hospital para hacerle una operación de corazón. Entonces me reclamó. Quería verme antes de entrar a quirófano, aunque se suponía que era una intervención sin importancia. Fui después de pensármelo mucho (“asomaba a sus ojos una lágrima/y a mis labios una frase de perdón/habló el orgullo y se enjugó su llanto/y la frase en mis labios expiró./Yo voy por un camino, ella por otro/pero al pensar en nuestro mutuo amor/yo digo aún: ¿por qué callé aquel día?/ Y ella dirá: ¿por qué no lloré yo?). Me convenció mi madre. Y estuvimos abrazados un rato, sin hablar y sin reproches. Luego abandoné el hospital y caminé hasta mi casa. Lloviznaba. Y el gris del cielo se parecía mucho al de mi estado de ánimo. Estaba más contenta que al entrar, porque nos habíamos perdonado. O no. Pero también triste sin saber bien el motivo. Quizás presentía que mi padre no saldría de aquella clínica donde años atrás había nacido mi primer hijo. Que no lo volvería a ver. Que jamás podríamos contarnos todo lo que nos debíamos contar. Yo estaba embarazada entonces de mi tercero y último. Y, sin saber por qué, pensé en la vida y la muerte como si fueran parte de un todo imposible de definir. Mi padre falleció, no sé si en paz, pero al menos rodeado de su familia al completo. Incluida yo, que llevaba alejada de él casi una década. Desde entonces no he podido dejar de pensar en por qué no conseguimos comprendernos. Y tampoco rememorar algunos pequeños detalles de su personalidad con infinita nostalgia. En estos días de virus donde nos lavamos las manos a todas horas, me resulta inevitable recordar cómo nos reíamos en casa con la obsesión de mi padre por la limpieza. Llevaba siempre un pañuelo en el bolsillo –todos los caballeros lo llevaban-; pero más que para ofrecérselo a una dama llorosa si se presentaba la ocasión, para limpiarse las manos cada vez que tenía que estrechar otras. No le gustaba tocar nada. La arena de la playa aún menos. Y hasta obligaba a ir hasta el mismo borde de la piscina con chanclas y después de ducharse, para que nadie introdujera en ella “partículas en suspensión”. Me pregunto cómo hubiera actuado estos días. Y al tiempo agradezco que no le tocara vivirlos. Y sufro con quienes tienen a sus padres en hospitales, a punto de irse, y saben que no les podrán decir adiós...

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