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Créanme que intuir primero y presenciar después cómo se desmoronan tantas y tantas cosas a tu alrededor, no tiene ninguna gracia, sobre todo porque no ... puedes hacer nada, salvo sentarte y contemplar el colapso.
Lo que está sucediendo hoy en la política, en la economía, en los comportamientos sociales, no es fruto de un virus repentino, o de una bacteria sintética diseñada en algún lugar remoto de Rusia —que también pudiera ser—, sino de lo que algunos empezamos a temer en los ya lejanos años 90: el triunfo de la mediocridad y el ascenso del mediocre a los puestos más estratégicos del poder y del sistema. Y aquí es justo donde nos encontramos, en mitad de una orgía de mediocridad que, para quienes no participamos de ella —y no es ningún orgullo, pues hoy ser un completo imbécil es casi lo mejor que te puede ocurrir—, está siendo una tortura, la del asombro, pero sobre todo la de la impotencia ante tan devastadora pandemia. Ya no hay barreras: el mediocre profesional ha conquistado los cielos, los despachos, los talleres, las aulas, y los consejos de ministros.
Y todo va saltando por los aires en un mar de vulgaridad, en una oda continua a la ignorancia; reventaron las élites intelectuales y lo que quedó es lo que hay, perfectamente traducido hace unos días por una fuente anónima a propósito de la crisis de “Boeing” con el fiasco de su modelo 737 Max, uno de los mayores escándalos de la ingeniería contemporánea: “diseñado por payasos supervisados por monos”. Más reveladora no puede ser la definición, pero no sólo del problema del gigante aeronáutico, sino de nuestros días, días claramente manejados por payasos y supervisados por monos.
Miren a su alrededor, despójense del “buenismo”, y sean sinceros: miren a sus amigos, a sus jefes, a sus empleados, a sus catedráticos, a sus militares, a sus empresarios, a sus líderes políticos, miren el estado de las Artes...
Y siempre la pregunta del millón: ¿nosotros en manos de quiénes estamos?
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