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Desde que comenzó a hablarse del cambio climático, ya no se escriben los otoños en amarillo, ni las grullas dibujan espectaculares formas de avión en ... los cielos. Desde que entramos en el mundo globalizado, los festivos del santoral dejaron de ser días de cumplimientos, devociones y visitas a la Iglesia. La nueva era es demasiado práctica, pagana y pedestre como para andarse con asuntos de santos, entusiasmos poéticos o arrebatos románticos de contemplación. Lo que interesa es que el calendario tenga muchos puentes, con o sin celebraciones de santos, pero puentes al fin, para poder coger la maleta y largarse a cualquier sitio donde no tener que pensar ni trabajar.
Hoy es lunes y precisamente puente de Todos los Santos. Una festividad religiosa que nos devuelve a la memoria de nuestros seres más queridos y al recuerdo de amigos entrañables. Por muchos kilómetros que le pongamos al viaje, resulta muy difícil no pensar en ellos y en lo alargada que se hace en el alma la sombra del ciprés. Aunque ahora las honras a los difuntos hayan cambiado sus formas y la gente prefiera burlar la muerte disfrazándose de muerte, con un mono de nylon comprado en una tienda de chinos: los huesos engomados y muy blancos; el rostro empolvado, tenebroso y cadavérico; la guadaña bien afilada y larga. La cosa es que por muy pocos euros pueda meterse a los otros mucho miedo, muchísimo, y en estos negocios de “jalouines” y ajuares de muertos los chinos son tan hábiles que, como coloquialmente se dice, lo bordan. ¡Ay, si las almas del infierno de Dante levantaran la cabeza y nos vieran haciendo tales gansadas por estas mesetas, tan castellanas, austeras y de tradiciones con arraigo!
Pero somos presa demasiado fácil y nos dejamos llevar por las modas ajenas con una condescendencia desconcertante. Para las máscaras ya están hechos los carnavales y al Día de Todos los Santos deberíamos dedicarle festejo con menos parodia y más amables prendas. El más allá de nosotros ha sido, es y será una pregunta comprometida que sigue sin tener respuesta cierta. “Somos demasiado mortales para comprender las cosas inmortales”, leo en un tratado de Séneca (“El ocio”) recientemente traducido por el latinista salmantino, Luis Frayle Delgado. No escribo esto para fastidiarles el día o, acaso, invitarles a que se pongan metafísicos o trascendentales, no. Es solo para protestar por este intervencionismo extranjero que nos arrastra a ser lo que no somos, a vivir fuera de nosotros y a apartarnos de lo nuestro. Cuando nuestra cultura sea un cadáver, de nada servirá echarle la culpa a la globalización... o a los chinos.
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