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En una sociedad orgullosamente semianalfabeta como la española, la decadencia, lejos de ser una tragedia, es motivo de logro social: todos tontos, ¡qué bien!, hasta ... el punto de que los pocos “normales” que quedan y los escasos intelectuales que aún se esconden por ahí, son objeto de cruel escarnio, pues los tontos en masa lejos de ser inocentes, son peligrosos, y que mejor prueba que el deterioro político y democrático en el que hemos entrado en barrena por culpa de candidatos sin escrúpulos y de electores totalmente ebrios de bilis. Y creo que ya no hace falta que les recuerde mi frase favorita de las elecciones americanas: vota a un payaso y tendrás un circo...
Por desgracia hemos llenado nuestras instituciones de payasos a la espera de que algún loco le de por apretar el botón nuclear, mientras los que pueden, ricos o no, huyen; huyen de Rusia, de España, de Francia, del Reino Unido, de California... El que puede se busca un refugio, pues son tiempos de refugio los que nos han creado por culpa de un ambiente de miedo, de incertidumbre.
El futuro, simplemente, no existe, que es lo que más me aterra y lo que más me preocupa. Ese lugar mítico que siempre fue el futuro (interpretado como mejor que el presente) se ha mudado a nuestros próximos cinco segundos, una idea de mi gurú personal y generacional, Douglas Coupland, y extraída de su pequeño ensayo no traducido, “Las máquinas tomarán mejores decisiones que los humanos”
Antes, y mi antes acaba el 11S, vivíamos plenamente la vida, nos sentíamos sobre todo seguros y protegidos, del amanecer al atardecer. Como sería la vida, y no se rían, que me sentí bendecido por la casualidad (bueno, aún me siento) de haber vivido hace ya un montón de años en una calle llamada Sunset Drive, la calle del Atardecer. Así eran la vida y sus guiños, la conquista de la vida, las posibilidades que ofrecía. Te la comías sin respirar. Occidente nos protegía, ¿recuerdan?; los libros nos hacían crecer, las salas de cine eran un hogar y el programa de las películas de los “Van Dyck” eran un tesoro. Google (aún) no nos había hecho “stoopidos”.
Ahora lo sé: habíamos nacido para vivir, para pavimentar nuestro camino hacia el futuro con adoquines brillantes, nuestras versiones personales de El mago de Oz, nuestros caminos y los vericuetos por los que me llevó Enid Blyton.
Ahora, hoy mismo, Occidente nos ha abandonado por algo que no sabemos qué es mientras la generación de cristal se ve incapaz de actuar, de gritar, de rebelarse. De defenderse, de defendernos del miedo, una obligación diría que biológica.
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