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No me refiero a la divertida y disparatada novela de John K. Toole, La conjura de los necios. Ni a la conjura de los ... países frugales y austeros del Eurogrupo contra los derrochones del sur con la Calviño inmolada. Tampoco al gobierno de España, por más que a dos tercios del mismo les cuadre bien el enunciado. El tercio restante chapotea como puede entre las aguas turbulentas que barren de proa a popa y de babor a estribor la cubierta del buque en medio de la galerna. Pero el timonel se mantiene firme (y firme seguirá) mientras que el otrora inquietante y perturbador grumete de la coleta funge ahora de primer oficial a la cabeza del motín del Bounty, del té, o de Esquilache. Revisemos el elenco que conforma el consejo de ministros –todo un desparramadero de ideas luminiscentes-- y se verá cuantas inepcias viven a costa de nuestros impuestos.
Lo de zoquetes -y podríamos añadir zopencos- va por esos revisionistas de cuerda floja y entendederas más flojas todavía que han descubierto un nuevo modo de encauzar sus frustraciones: pintarrajear o -lo que es peor- derribar estatuas porque un policía blanco en Estados Unidos asesinó a un ciudadano negro. Miles de resentidos de todo el mundo se sumaron a la causa reivindicativa de la manera más mediática posible: algaradas, supermercados devastados y otras muestras de vandálico desacuerdo con lo que, a todas luces, constituyó un crimen televisado.
Pero aquí aún quedan más de trescientos atentados de ETA por aclarar y dos cadáveres sumergidos entre basuras sin que nadie mueva un dedo ni se derriben estatuas de Sabino Arana, pongamos por caso, si es que le erigieron alguna en virtud de no sé sabe muy bien qué méritos. En cambio, pintan de rojo la lápida de Fernando Buesa. Cínicos y “malas follás” los hay en todas las latitudes. Lo de las estatuas de Colón, Junípero y otros próceres españoles, norteamericanos e incluso británicos (Churchill incluido) implica no tener ni idea de los movimientos de la historia. Ni falta que hace, dirán los arriscados iconoclastas, que han sumado a sus agravios la estatua de Walt Whitman en el campus universitario de Rutgers, en New Jersey.
La historia no se juzga; se interpreta. Sacar de contexto y desenfocar sin perspectiva unos hechos que históricamente -nos gusten más o menos- están ahí, no parece señal de ponderados equilibrios ni de sesudos análisis. Son, me atrevería a decir, el fruto de una educación paticorta, patizamba y alicorta, parcial y cegarata, emanada desde la inconsciencia de respetables instituciones que fomentan la ignorancia, la idiocia y el sectarismo. Toda una conjura de necios. Con tanto zoquete suelto, argumentar razonadamente a estas alturas a favor del papel de España en América, con sus luces y sus sombras, es perder el tiempo, me temo
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