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Lunes, 2 de mayo 2022, 05:00
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Aunque rayano de nacimiento, hasta hace bien poco no había pisado nunca la capital de Portugal. Ese país “hermano” -que igual no lo es tanto- con el que compartimos frontera, concepto que siempre me ha chirriado bastante. Será porque nací a la par que el ... espacio Schengen. Ya saben, eso de que en territorio de la Unión Europea uno puede entrar y salir de los estados como si se moviese entre Comunidades Autónomas. Siempre que no vuelva a haber una pandemia mundial, que, en la última, una de las medidas estrella – exclusivamente fundamentada, por cierto, en que los madrileños no huyeran en desbandada de esa tierra de la libertad y las cañas en búsqueda de árboles y espacios amplios- fue la prohibición de salir de tu Comunidad Autónoma.
Y esto, por supuesto, incluía las fronteras exteriores. Es decir, la lógica covidiana me decía que podía ir a Soria, pero no a 20 km de mi casa. Y para controlar las fronteras no crean que la solución fue reponer los puestos fronterizos con un guardia civil y un guardinha. Recibida la orden, llegó algún mandado de clase obrera -esa que no paró porque la economía de unos pocos que viven en mansiones dependía de ello- y colocó unos enormes bloques de hormigón en los dos puentes que comunican el Abadengo con las freguesías vecinas. Y ya estaba la frontera hecha. Me pregunto si en la olvidada carretera de La Bouza también llegaron a poner algún impedimento físico. O si el puente entre Aldea del Obispo y Vale da Mula, que originariamente construyeron los vecinos de ambas localidades para salvar el kilómetro y medio que los separa, también fue cortado.
Sin embargo, Portugal no dejó de sorprenderme. Y no por lo turístico de Lisboa, sino por el trayecto del propio viaje en sí. Aunque las carreteras abandonadas por la Junta no lo pongan tan fácil, solo tuve que desplazarme 60 km en coche para llegar a la estación de tren de Vilar Formoso, municipio de apenas 1.700 habitantes. Y, por solo 20,50€ estaba en Lisboa. Sí, una estación de tren en un pueblo de 1.700 personas. Y sí, 20€ el billete. De tren. Con la compañía estatal ferroviaria de Portugal. 20€ por 351 km. Mientras tanto, para el trayecto Salamanca-Madrid (214 km) el precio en Renfe oscila desde los 24,95€ hasta los 42,10€. O ir de Salamanca a Valladolid (121 km), según la web de la entidad, me costaría entre 10,80€ y 18,40. Y para más inri: en el viaje hasta Guarda, capital de distrito, el comboio iba parando en los municipios. A la demanda, claro está. Localidades como Gagos, con algo más de 100 censadas o Castelo Bom, con 216 empadronadas. Y en este punto ya estarán las voces liberales clamando la irresponsabilidad de un servicio público deficitario. Pues bien: había pasajeros. Señores con bolsas de la compra, alguna con pinta de ir al médico y unos cuantos que íbamos hasta Guarda.
Y en pleno aniversario del Camino de Hierro, sentí una envidia respetuosa porque nuestros irmãos habían mantenido lo que nosotros no fuimos capaces: un tren que articulase sus pueblos. Y sí, han venido casi 30.000 caminantes a disfrutar y está siendo un verdadero aporte económico para la zona. Pero seamos realistas: el Abadengo no se va a convertir de pronto en un Benidorm rural. Más que nada porque muchos jubilados ya no tienen la forma física para andar por traviesas durante 17km. Así que en lo que unos se aplauden por una gestión a medio gas y otros sueñan con llenar esto de domingueros, yo me acuerdo de que sin la gente de la asociación Tod@via esto no hubiese sido posible, mientras fantaseo con trenes que transporten mercancías de una industria fructífera que haga de esta tierra un lugar sostenible con presente y futuro. Y con una República Ibérica. Si es que los portugueses quieren, claro.
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