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Cuando en los periodos electorales oigo los discursos de los candidatos a cualquier parlamento tribal de medradores disfrazados de políticos, me vienen a la mente ... las imágenes de aquellos antiguos charlatanes que pregonaban hasta desgañitarse los productos desplegados ante una audiencia que seguía el espectáculo entre curiosa y escéptica. Uno de esos recuerdos es el de un charlatán que a principios de los años sesenta se ganaba la vida como podía en el seno de una sociedad amodorrada para unas cosas y zaragatera para otras. Este hombre, de labia magistral y bien trajeado, instalaba su pequeña mesa plegable, y sobre ella colocaba los productos listos para el chalaneo. Sujetaba el micrófono con una especie de collarín y amplificaba su locuacidad mediante un altavoz en el suelo. Sabía captar la atención mediante una especie de puja a la inversa, es decir, anunciaba el precio del producto, supuestamente fijo e inamovible, para hacerlo descender de forma paulatina en imparable verborrea hasta ponerlo al alcance de cualquier bolsillo por modesto que fuera. Malicio que entre el corrillo pudiera tener un “gancho” para romper el hielo y animar las transacciones.

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