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HAY varios días que relucen más que el sol, como el Lunes de Aguas y el Día del Libro. Ambos, esta semana. El Día del ... Libro, el poeta Joan Margarit, nuestro premio Reina Sofía de este año, iba a recibir el Cervantes, pero va a ser que no. El Lunes de Aguas, íbamos a comer el hornazo al campo, pero ya ve, y si nos atenemos a algunos profetas del apocalipsis, este será el último Lunes de Aguas de la historia. Una fiesta con la que no pudo ni la llegada de la locomotora a Salamanca, como con otras costumbres, como vaticinó Francisco Fernández Villegas en “Salamanca por dentro”, escrito a finales del XIX. Este murciano, que pasó su infancia en Salamanca y estudió en su Universidad, envió el 22 de diciembre de 1891 una carta al gastrónomo de la época, Ángel Muro, en la que le hablaba del Lunes de Aguas salmantino, recordando cómo en el siglo XVI aquellas mujeres retiradas de la prostitución por imposición de la cuaresma, cuando terminaba “podían estas volver a Salamanca, pero sin pasar por el puente de la ciudad... tenían que salir de las espumas del Tormes... los estudiantes las esperaban en la orilla... donde se desarrollaban tales idilios que la pluma se resiste a describirlos”. Añade, a continuación, que “la merienda clásica del día era la cazuela cuajada”. La carta se incluyó en el “Almanaque de conferencias culinarias para el año bisiesto de 1892”, página 49, junto a otras recibidas por el gastrónomo, y dan forma al libro “Escritos gastronómicos”, publicado en 2002. Una joya en la que aparece también la fórmula del farinato según Juan Barco, salmantino y contemporáneo de Muro y Fernández Villegas. ¿Y qué cosa era la cazuela cuajada, propia de aquel Lunes de Aguas? Una tortilla: “Bátase media docena de huevos, mézclense con lo batido algunos (pocos) garbanzos cocidos, perejil, picadillo muy menudo de pechugas de aves, de jamón y de ternera, hágase con todo ello una especie de tortilla y póngase a freír en una cazuela, en la que se habrá derretido previamente un cuarterón de manteca. Al cabo de quince minutos retírese del fuego y déjese enfriar. La tortilla cuajada estará entonces en su punto”, decía Fernández Villegas. Lo que uno decía, una tortilla, como la que muchos llevarían mañana al campo sustituyendo o acompañando al hornazo si no fuera por el virus, pero una tortilla que recuerda al relleno del cocido.
Y entonces, el hornazo. El hornazo seguía siendo en aquel siglo XVI una masa de harina y huevos horneada. El hornazo de nuestro Diccionario de la Lengua, el de Lope de Vega, Tirso de Molina, Lope de Rueda, Nebrija... el que cita Juan Valera en “Juanita la Larga” o Estébanez Calderón. O sea, una mona de Pascua, palabra que proviene del árabe munnia, que significa obsequio. Cuántas veces no habremos obsequiado o lo hemos sido con un hornazo. Un hornazo abre muchas puertas. El hornazo de hoy, aún con huevo, es otra cosa. Como dice nuestro Luciano González Egido, cuando el hornazo sale del horno, que es su madre, “todo entra en el reino de la magia”.
Espero que este no sea el último Lunes de Aguas de la humanidad y que el año que viene podamos celebrarlo en su espacio natural, esperando que aquellas mujeres de la Casa de la Mancebía salgan de las aguas después de su retiro y al tiempo salgan de las cestas los hornazos, y a todos “la alegría de la vida nos brille en los ojos”, como nuestro Luis Maldonado escribió en sus memorias hablando de este Lunes de Aguas, que también tiene, como ve, sus libros. Disfrútelo -qué remedio”- en casa y ya se le ocurrirá algo para esquivar la nostalgia de los árboles, los prados y las orillas de arroyos y ríos.
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