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Sentado en una terraza de la Plaza fui testigo de un curioso lapsus por parte de mi vecino de mesa. Pidió un “sol y sombra” ... y me sorprendió la demanda, porque hacía años que no veía a nadie meterse esa bebida entre pecho y espalda (y menos en verano). Cuando el camarero llegó con la bandeja y se puso a servir media dosis de brandy y media de anís, el cliente, un tanto alarmado, protestó porque lo solicitado no era eso, sino un “blanco y negro”. Es obvio que se le habían cruzado en el subconsciente los conceptos antitéticos del claroscuro bimembre. El camarero, muy digno y sin reproche alguno, retiró la copa y regresó al poco rato con el granizado de café y helado de nata, que es lo que, en realidad, había deseado el cliente, aunque no lo hubiera sabido expresar. Admiré la serenidad y discreción de quien hubiera tenido motivos para sulfurarse ante un malentendido del que no era responsable. Esto me hizo pensar que la hostelería bien llevada requiere toda una serie de aptitudes no siempre visibles. Recordé haber leído que los hosteleros de París se quejaban de la falta de mano de obra especializada en ese campo, hasta el punto de que muchos restaurantes se habían visto obligados a reducir la oferta en las cartas para acomodarse a las disponibilidades de plantilla, tanto en cocina como en el servicio de mesas. De esa falta de personal se quejaban los hosteleros no hace mucho tiempo también en Salamanca. Y no digamos en las zonas turísticas de la costa, donde la carencia de profesionales se suple, mal que tal, con aprendices a todas luces faltos de experiencia.

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