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El pasado lunes fue triste, aunque ustedes no lo hayan notado más de lo habitual. Afirman los oráculos --¿serán los “expertos” del ministerio de Sanidad? -- ... después de sesudos análisis, estadísticas, informes y dictámenes, y tras haber destripado varias aves, batracios y otras animalías para estudiar la tripicallería de las víctimas propiciatorias, que el tercer lunes de enero es el día más triste del año. Resultado empírico. Blue Monday, le dicen en el lenguaje casi universal, tomando la acepción de blue no como color, sino con un contenido metafórico cargado de melancolía, pesadumbre, abatimiento, saudade y murria. Ya nos lo recordaba el Black is black de Los Bravos: “I’m feeling blue...” Parece ser que un psicólogo inglés dio con una fórmula hace quince años que le permitió proclamar lo incuestionable del hallazgo. Para empezar, un psicólogo con una fórmula (quiero pensar que matemática) ya me resulta sospechoso. Máxime si los ingredientes para la formulación son tan etéreos e inasibles como los excesos navideños, el incumplimiento de las metas y propósitos adoptados el primer día del año que, evidentemente ni se cumplen ni se alcanzan, el rastro de deudas en las rebajas y otros posibles impactos económicos, emocionales, familiares y/o sociales. En principio, el lunes tristón no debería causar más desazones que el viernes de dolores, pongamos por caso, o el mismísimo Black Friday, auténtico piélago de vanidades y consumismo.

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