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Desde hace unos días sé de mi Salamanca desde lejos. Aunque no ha podido la distancia ni la hipnótica mar, aplacar siquiera un poquito la ... pena por este tiempo lleno de desolación. La crónica que hoy envío a LA GACETA bien hubiera podido escribirla sin salir de mi tierra: No hay apenas turismo extranjero. El comercio ha pegado carteles de saldos o “se vende”, en los escaparates de sus tiendas vacías. Las personas pasean enmascaradas, solas o en emparejado silencio. Otros prefieren correr y correr, con un resuello robótico, casi extenuante. Los boeing han desaparecido del aire y ya no dibujan estelas blancas en la inmensidad del cielo donde preguntarse, cómo pueden esos pájaros metálicos llevar tanta gente y tantas cosas en sus adentros, tan aprisa y tan lejos. La alegría traviesa de los ojos de los niños mira, con obediente extrañeza, la preocupación que tienen los ojos de sus padres. Y, de cuando en cuando, felizmente, un grupo de adolescentes, móviles en mano, irrumpe y se enjambra en la acera, y ríe, y ríe... ajeno al mundo y sus cautelas, no vaya a ser que la vida comience a volvérsele tan patológica y triste como la de aquel protagonista del relato de Kafka que comenzaba diciendo así: «Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana de un sueño inquieto, se encontró en la cama transformado en un enorme bicho».

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