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ANDAMOS últimamente tan divididos, crispados y enemistados que hasta la mismísima iglesia católica, romana y apostólica, antaño tan unida y compacta, atrincherada en la defensa ... de sus esencias más tradicionales, hoy pareciera definitivamente condenada a aceptar en su seno a dos bandos contrapuestos e irreconciliables. Son dos formaciones bien diferenciadas para que los fieles más beligerantes puedan marcar su correspondiente territorio y elegir la bandera que mejor se adapta a su sensibilidad, espiritualidad y forma de pensar y sentir, antes de lanzarse a despellejar a aquel próximo que en su día había que amar aproximadamente como a nosotros mismos.
Esquematizando un poco, están básicamente por un lado los partidarios del catecismo inyectado en vena tal y como lo heredaron de nuestros mayores, con las promesas aún vigentes de un cielo y un infierno eterno según sea el comportamiento de cada cual en este valle de lágrimas o se aparten o no del buen camino. O lo que es lo mismo: está en primer lugar un bando completamente perplejo y escandalizado ante cualquier nuevo discurso que pueda largar de improviso el Papa Francisco.
Y está, por otro lado, esa bandada de hijos pródigos que no había vuelto a asomar por capilla desde su primera comunión. Esas ovejas negras completamente descarriadas que consideran que el aire fresco que el Pontífice argentino deja colar de pronto abriendo tan imprudentemente las puertas y las ventanas del viejo templo, es la mejor y más oportuna noticia para la supervivencia y el porvenir del mensaje del cristianismo en pleno siglo XXI. O con más claridad, actualidad y no poca escandalera. Están los inquisidores que han tirado convenientemente de látigo, crucificando al pobre deán del Cabildo Primado, por permitir la grabación del videoclip de C. Tangana y Nathy Peluso en la Catedral de Toledo, celebrando el amor humano de una pareja que baila, entre hornacinas, ensimismada y enamorada.
Y están los que han disfrutado del singular vallenato y la dosis de exuberancia carnal de dos cuerpos y las correspondientes miradas hipnotizadas que propaga el vídeo. Es decir, la cuadrilla de penitentes que simplemente tararean el pegadizo estribillo incapaces de ver nada perverso, pecaminoso o irrespetuoso en tal circunstancia antes de pasar tranquilamente al siguiente videoclip ajenos al alboroto que como un reguero de pólvora recorre tribunas y sacristías.
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