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Dentro de la España de pandereta que tenemos, amordazada, gripada, Salamanca, lejos de ser un paraíso educativo, turístico, ambiental y con una calidad de vida ... espectacular, es un laboratorio de destrucción. Salamanca es Chernóbil, abandonada a un futuro escrito en negro: sin juventud, sin infraestructuras, sin inversiones...
Si hablamos de infraestructuras, vergonzoso asunto por el que me subo por las pareces desde hace décadas, Salamanca no es que esté dejada de la mano de Dios, está dejada de la mano de incompetentes, asesinos y corruptos, unos en Madrid, otros en Valladolid, y otros en Salamanca, que hay que ser tonto y malo para poner frenos a nuestro propio desarrollo por pingües (y pinches) intereses personales.
Leer (LA GACETA, domingo 12 de septiembre) que el ansiado cierre de la autovía A-66/A-25 en la frontera de Fuentes de Oñoro-Vilar Formoso lleva dos meses concluido pero sin poner en servicio, me descompone: autovía a ninguna parte. Nuestros “responsables” políticos y técnicos no pueden ser más sinvergüenzas y símbolo de la España bananera del siglo XXI.
Da igual que la decisión de no poner en marcha el pequeño tramo de conexión internacional (el único sin desdoblar entre Estocolmo y Lisboa) sea responsabilidad de España o de Portugal, lo verdaderamente triste es saber que estamos en manos de una banda de delincuentes que promueve la imagen tercermundista que ofrecemos, aunque lo importante son las personas que han perdido la vida en esos pocos kilómetros de carretera nacional, la fatídica 620.
Ha primado más vender una escoba que la vida humana, así de clarito, así de duro, y ahí están los años de demora de un proyecto de apenas cinco kilómetros. Más de diez años para ejecutarlo creo que es motivo más que suficiente para procesar a muchos, como mínimo por dejadez continuada de funciones políticas y administrativas.
Ya va siendo hora de que los dislates públicos y sus corruptelas asociadas, y de que el gusto por la prevaricación y el tráfico de influencias sean perseguidos. Pero claro, con los jueces enamorados de la buena vida, del champán francés y de Instagram, ¿quién quiere leyes y menos aplicarlas?
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