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TRAS más de treinta años enseñando derecho, cada día estoy más convencido que le pedimos a las leyes mucho más de lo que pueden dar. ... Esa sensación se multiplica si pensamos en lo que ocurre con el derecho penal. Demasiada gente piensa que incrementar el rigor de los castigos es una herramienta mágica que resuelve todos los problemas, y bien que se aprovechan de ello los políticos. “Para eso creímos oportuno tener la prisión permanente revisable”, dijo el líder de la oposición después de que aquel canalla arrojara al mar a sus hijas para matar en vida a su expareja. De nada sirve incrementar las penas si los delitos se siguen repitiendo.
Las dictaduras se arrogan ilegítimamente la facultad de imponer categorías morales. De hecho, muchas alcanzan el poder defendiendo la necesidad de instaurar un nuevo orden, predicando la necesidad de recuperar la defensa de valores olvidados. Se trata de un argumento fácil de vender, que cala en la ciudadanía de la mano del populismo, y que conecta muy bien con la institucionalización de la mano dura. Estas ideologías no conciben las penas como un instrumento de prevención, sino de expiación, de penitencia; como un artificio para “hacer justicia” en el sentido más trascendente –y también intangible− del término.
En un marco constitucional, no debemos permitir que las leyes se empapen de esa trascendencia que no les es propia. En nuestra vida privada somos muy libres para decidir quiénes merecen nuestro aprecio y a quiénes consideramos unos miserables. Sin embargo, nuestro derecho penal no puede aspirar a ser un instrumento de validación moral, sino un humilde medio de convivencia. Por eso, de un buen sistema penal democrático cabe esperar que los castigos sean proporcionales al mal cometido, que reduzca al máximo los casos sin resolver y que prevenga la delincuencia, pero no que sea una herramienta para corregir la conciencia de los pecadores. Para eso hay otras instancias.
Obras son amores y no buenas razones. De nada sirve que los códigos exijan a un criminal que muestre su arrepentimiento o que pida perdón por sus hechos. Que dé cuenta de ello en el confesionario o el día del juicio final, pero no entre los hombres. Los actos de contrición son valiosos cuando son auténticos, pero ni el derecho está en condiciones de acreditarlos –no podremos saber nunca si las lágrimas fueron de cocodrilo−, ni a las normas les debe estar encomendada la tarea de evaluar la dignidad de cada individuo. Que cargue con su responsabilidad y, luego, que no delinca. Con una buena ley penal en la mano, lo único que podemos exigirle al delincuente, también al terrorista, es que aprenda a convivir en paz.
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