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En la actual Plazuela de Colón, hasta que se colocó el monumento del descubridor en 1893, el lugar que ocupaba el monasterio de los Clérigos ... Menores de san Carlos dio lugar a una hilera de chabolas con pies derechos de madera, paredes de tela y techumbres de lona en los que trabajaban los zapateros remendones con el pestilente olor del cerote (combinación de pez y cera), que se mezclaba con el de las fritangas de los buñoleros, asentados frente a la Torre del Clavero, hacia el sur.
La primera buñolería de la que se tienen noticias fue la que existió en la calle de Serranos que, al igual que los negocios vecinos de tabernas y ropavejeros, servía para el empeño de libros de texto a los estudiantes sin recursos mientras llegaba la remesa paterna a través del recuero. En 1879 consta la existencia de dos buñolerías en la Plaza de la Verdura, una de José García y la otra de Ramón García. El 11 de enero de 1885 sabemos que fue robado el establecimiento de Jacoba, situado en una puerta abierta de la Casa de las Conchas hacia la calle de la Rúa, que era al mismo tiempo buñolería y panadería. En 1887 el café restaurante de la Nueva Iberia, de Raimundo del Rey en Prior, 9 y 11, que existía desde antes de 1860, se anuncia también como buñolería dándose sesiones de cante y baile flamenco con la actuación de María Amaya “La Cerezana”, “El Aguila” y “El Guajiro” a finales del siglo, célebres por motivos extra-artísticos. En 1900 se traspasa una buñolería de la plaza de la Verdura, cuyo dueño vivía en la calle de la Rúa, 33, hay otra de Santiago Andrés Rivas en 1905 y por aquella época pasea la ciudad la buñolera ambulante “La Mil Onzas”. La caseta de madera para buñolería de la plaza de san Justo ardió en 1902, aunque pronto continuó la venta. En el centro de la escalerilla del Ochavo hubo una especie de sótano, hecho de obra de fábrica, que tenía por techo el pavimento de la Plaza y que alojaba un comercio de mantas y ropas de abrigo donde más tarde la “señá” Josefa expendía churros y buñuelos.
El buñuelo se componía de harina a la que, en un amplio barreño de zinc, se iba echando agua poco a poco y amasando con uñas, dedos y puños hasta dejarla a punto, sin olvidarse de la sal. Se dejaba reposar tapada con un paño y luego se tomaba una pella con dos dedos, estrujándola y moldeándola como pasta de goma en forma de incipiente oblea haciéndole un agujero en medio y dejándola caer en la sartén con el aceite ya caliente y sacando el buñuelo con dos largos pinchos cruzados cuando se encontraba bien dorado. Se tomaba espolvoreado de azúcar o se servía para acompañar una buena jícara de crujiente chocolate.
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